“LOS ELEFANTES QUE NUNCA SE DESPIDIERON”
Tembo era enorme, fuerte, de colmillos desgastados y mirada paciente. Malaika era más joven, pero tenía una sabiduría en los ojos que no se enseñaba… se traía al nacer. Nadie sabía cómo se habían encontrado, pero desde que llegaron a la reserva, se volvieron inseparables.
Los cuidadores decían que Tembo la seguía a todas partes, aunque fingiera ir delante. Y Malaika, aunque parecía independiente, nunca daba un paso sin saber dónde estaba él.
Una mañana, Malaika no se levantó. Se había quedado dormida bajo un baobab, pero esta vez no era un descanso más.
Tembo la rodeó con su cuerpo. La tocó con la trompa. Intentó despertarla empujándola suavemente. La llamó con sonidos bajos, casi como un canto gutural, más doloroso que audible.
Los cuidadores se acercaron, sabiendo lo que había pasado, pero él no los dejó. Durante tres días y tres noches, Tembo permaneció al lado del cuerpo sin vida de su compañera, alejando a cualquiera que intentara llevársela. No comía. No bebía. Solo permanecía allí. Velando.
Al cuarto día, sucedió algo que nadie esperaba.
Al amanecer, Tembo se levantó, rodeó a Malaika por última vez y comenzó a caminar. Pero no hacia las zonas comunes, ni hacia la charca.
Se dirigió a la colina de los huesos.
Un lugar sagrado entre elefantes. Aquel donde los más ancianos iban a morir. Aquel donde los huesos de generaciones anteriores quedaban expuestos al tiempo… y a la memoria.
Tembo subió despacio, con pasos pesados pero determinados. Y allí, al llegar a la cima, emitió un sonido que hizo temblar el aire.
No era un llamado. No era una queja.
Era una despedida sin palabras.
Luego se tumbó. Bajo el mismo árbol donde años antes se habían refugiado por primera vez de una tormenta.
Murió al atardecer. En paz. En silencio.
El personal de la reserva decidió no moverlos. Dejaron sus cuerpos juntos, bajo el árbol, como si siguieran durmiendo.
Años después, cuando nuevos elefantes nacieron en la manada, los guías aún contaban la historia de Tembo y Malaika a los visitantes. Y los más sensibles aseguraban que, si uno se quedaba en silencio, al amanecer, aún se escuchaba el eco de aquel canto bajo que Tembo emitió antes de partir.
Porque hay amores que no necesitan más tiempo… solo la eternidad de un gesto final.
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