miércoles, 22 de octubre de 2025
Las hojas secas no son basura, son nutrientes
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La niña y el rey Lagarto
La niña y el rey Lagarto

En un poblado muy lejano vivía un talabartero que era muy bueno en su oficio. Tenía una hermosa hija y una mujer que era muy atenta con él, pero en los últimos tiempos el clima en la casa se tornó triste y tenso, dado que el buen hombre no tenía suficiente trabajo para salir de la pobreza.
Así, con el pasar de los días la situación se hacía cada vez más complicada hasta que de pronto irrumpió en la humilde morada un sirviente del rey de la comarca, cuyo castillo estaba erigido en lo alto de una colina, a unos pocos kilómetros de la casa del talabartero.
El sirviente explicó al hombre que el motivo de su visita se debía a que su Alteza quería desposar a la bella hija, pues las noticias de la belleza y buenos sentimientos de la misma habían llegado hasta la mismísima corte.
El pobre hombre, impactado por la novedad, apartó a su mujer e hija y les explicó lo sucedido. Por un lado manifestó que si la niña se casaba con el rey, toda la situación de pobreza y necesidad de la familia desaparecería, pero por el otro lado explicó con pesar que, según se comentaba, su Alteza era un lagarto bien grande y feo, y a ningún padre le gustaría casar a su hija con una monstruosidad.
La hija le dijo al padre que no temiese, que ella estaba dispuesta a asumir cualquier sacrifico con tal de que la familia mejorase.
Así, al día siguiente la hija y la madre fueron al palacio real, donde las aguardaba el rey, que ciertamente era un horroroso lagarto. La boda se hizo de inmediato y en la noche, una vez el nuevo matrimonio estaba retirado en su alcoba, el lagarto se desprendió su piel y se transformó en un bello príncipe, cuya belleza física emulaba o hacía honor a la de su prometida.
La niña estaba maravillada con su esposo, pero este le hizo prometer que si quería seguir siendo feliz a su lado, le guardaría el secreto. Si no lo hacía y revelaba su verdadera apariencia, él desaparecería de su lado y no podría encontrarlo a menos que anduviese y desanduviese el mundo, buscando el castillo más mágico de todos.
Mas encontrarlo, le explicó, conllevaría gastar siete pares de zapatos de metal, por causa de todo lo que habría que caminar.
Ante tales riesgos y la profundidad de su amor por el príncipe, la hija del talabartero y ahora dueña y señora de la comarca no veía motivo alguno por el cual revelar la identidad de su esposo.
Al día siguiente su madre fue a verla y, contrario a lo que esperaba, la halló radiante de felicidad.
Extrañada, preguntó que cómo podía sentirse alegre si compartía lecho con un monstruo; pero la hija, tajantemente, y resuelta a no romper la promesa que hizo a su amado lagarto, le dijo a la madre que lo esencial era siempre invisible a los ojos.
Por supuesto, la mujer del talabartero no le creyó ni jota y cada día volvía a preguntarle lo mismo. Estaba segura que la hija le ocultaba algo y estaba determinada y no dejar de presionarla para que le contara la verdad.
Un día, ante tanta insistencia, la princesa pensó que no pasaría nada malo si le contaba a su mamá. Así que lo hizo y esta, tan sorprendida como su hija el día de la noche de bodas, le dijo que no era justo que la comarca viviese engañada por su rey.
Dicho esto la instruyó de destruir la piel de lagarto en la noche, cuando el monarca se quedase dormido, para que se viese obligado a revelar su identidad y de paso animar a sus súbditos, que nunca habían mirado con buenos ojos la apariencia de su rey.
La hija creyó que era lógico lo que la madre le decía y dudó de que algo malo fuese a pasar. Así, una vez su esposo quedó dormido, tomó la piel de reptil y le prendió fuego.
A la mañana siguiente el rey se levantó enfadado, pues apenas despertó descubrió el ardid. Le dijo a la hija del talabartero que lo había traicionado y ahora, para poder recuperar el amor herido, tendría que hacer todo lo que le había explicado en la noche de bodas.
Sin decir nada más desapareció, como por arte de magia.
Pasaron unos días y el reino sin rey comenzó a caer en desgracio. Se sobrevino una crisis que golpeó todas las siembras y comercios, y los súbditos comenzaron a extrañar al monarca que tan bien los había guiado, a pesar de su monstruosa apariencia.
La princesa, consciente de su error y de que ciertamente su amado había desaparecido para siempre, decidió emprender la larga travesía en busca del castillo mágico.
…
Tanto anduvo y desanduvo la hija del talabartero en busca del palacio en el que suponía se alojaba su esposo, que ya había gastado seis pares de zapatos de metal y sus esperanzas mermaban. No obstante, un día divisó una pequeña y extraña casa, erigida en lo alto de una colina alejada.
Por lo exótico del sitio, creyó que allí podía encontrar alguna pista que la llevase por el buen camino.
Al llegar llamó a la puerta y le abrió una anciana de mucha edad, que rápidamente y de forma poco cortés le preguntó cómo se le ocurría llamar a la puerta del sol.
Sí, el sol, pues resulta que la anciana era la madre y la casa el hogar del astro rey, que cada día traía luz al mundo, pero que en la noche se ocultaba y buscaba saciar su apetito acumulado, por todas las vías posibles.
Llorando, la hija del talabartero narró su triste historia y ganó la compasión de la señora, quien le dijo que no temiera. Ella calmaría el apetito de su hijo y le pediría que la guiase hacia el castillo más mágico de todos, si es que sabía cómo hacerlo.
Cayó la noche y el sol regresó a su hogar. Su primera intención fue devorar a la hija del talabartero, pero su madre le pidió compasión y le contó la triste historia de la niña.
Solidarizado con ella entonces, el sol explicó que no tenía idea de dónde ese castillo podía estar.
Sin embargo, aseguró que hay sitios que sólo se descubren en la noche a la luz de la luna, y otros que están tan escondidos, a los que sólo el viento puede llegar.
Por ello, instruyó a la niña cómo llegar a la casa de sus primos la luna y el viento, en busca de una pista verdadera. Le advirtió que la primera intención de ellos sería devorarla, pero que si rápidamente les contaba su historia, lograría sensibilizarlos, tal y como sucedió con él.
Así, la niña partió en busca de su pista.
En casa de la luna no obtuvo ningún indicio. Pero ya cuando estaba gastando su séptimo par de zapatos, y en la casa del viento, este le dijo que conocía el intrincadísimo lugar, y que la llevaría de buena gana.
…
Tras kilómetros de viaje acompañada por el viento, la hija del talabartero llegó por fin al castillo más mágico de todos.
Allí ciertamente encontró a su amado, pero resulta que este estaba pronto a contraer nuevas nupcias con una bella muchacha del lugar.
Desconsolada, estuvo a punto de rendirse y reemprender su retorno, pero una anciana que la vio llorando le preguntó qué la apesadumbraba tanto.
La princesa contó su error y todas las peripecias de su búsqueda. Cuánta sería su sorpresa entonces al ser informada por la anciana que su cuento podría tener un final feliz, pues el rey estaba hechizado por la bella pretendiente; un hechizo que solo podría romperse si este era besado por aquella mujer a la que su corazón realmente pertenecía.
Al tanto de esto, la niña se aferró con todas sus fuerzas a esa posibilidad. Esperó el día de la boda e irrumpió en la ceremonia, justo antes de que su amado diese el sí quiero.
Ante la mirada estupefacta de todos los asistentes a la boda, corrió al altar y apartó a su querido exlagarto de la hechicera. Sin dar tiempo a nada, dio un apasionado beso a su marido, que de inmediato volvió en sí, como quien se despierta de un profundo aletargamiento, y reconoció a la hija del talabartero.
Lo había traicionado una vez, pero comprendió que si lo había buscado hasta ahí era porque lo amaba como nadie en el mundo, y nunca más volvería a traicionarlo.
A partir de ese momento todo fue felicidad. El rey mandó a apresar a la bella hechicera y disfrutó el banquete previsto para la amañada boda, con su verdadera esposa.
Al día siguiente, reemprendió viaje con ella a su otrora reino, que en pocos meses recuperó el esplendor de antaño, cuando era gobernado por el feo lagarto; sólo que a partir de ese momento, el monarca era un apuesto joven, que gobernaba en compañía de su hermosa esposa, una muchacha que aún parecía niña, y que era la hija de un humilde talabartero.
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Aurora, la princesa que no conocía la luna
Aurora, la princesa que no conocía la luna

Aurora era una princesita muy querida en el reino, era bondadosa, dulce y bella. Sus padres vivían en un hermoso castillo y la consentían en todo lo que deseaba, excepto en algo que la pequeña anhelaba con todas sus fuerzas: conocer la luna.
Por mucho que los reyes deseaban cumplir el sueño de la princesa, temían que nunca podrían hacerlo. Una bruja malvada que vivía en aquel reino la había hechizado cuando aún era una bebé. El hechizo hacía que la princesita cayera rendida de sueño al caer la tarde, y no había quien la mantuviese despierta hasta el anochecer. Con este hechizo la bruja pretendía que la joven no pudiera asistir a bailes, fiestas y conocer a algún príncipe. Sin más herederos en el reino, la corona sería suya algún día.
Las costumbres del castillo se fueron adaptando para que la princesa pudiese llevar una vida lo más normal posible. La cena se preparaba antes de las cinco de la tarde, lo que siempre traía corriendo a los cocineros. Los bailes se hacían en la mañana, algo que era bastante inusual y molesto para el reino.
A pesar de esto los reyes seguían intentándolo todo para que su hija conociera la luna, que tanto la apasionaba. Cambiaban la hora de los relojes en todo el palacio, cerraban los cortinados antes del anochecer, intentaban despertarla, pero nada funcionaba. La princesa Aurora se quedaba dormida donde quiera que estuviese, apenas el sol comenzaba a caer.
Aurora fue creciendo hasta convertirse en una hermosa jovencita. Cada cumpleaños pedía el mismo deseo, esperando que algún día el hechizo se rompiese.
Cuando cumplió los dieciocho años sus padres hicieron una gran celebración, a la que invitaron a príncipes y princesas de todos los reinos vecinos. Allí Aurora conoció al príncipe Bash, un apuesto caballero de armadura brillante. El amor surgió como una chispa entre los dos y el príncipe que conocía el padecimiento de la joven, se apresuró en decirle lo bella que le parecía y lo mucho que deseaba volverla a ver, antes que la noche se la arrebatara de sus brazos.
Aurora y Bash se comprometieron y eran felices, compartían todo el tiempo que la luz del sol les daba para estar juntos. Pero el príncipe veía cómo la tristeza de Aurora empañaba aquella felicidad, así que decidió darle a su amada lo que tanto deseaba.
No se sabe cómo fue que lo consiguió, pero un día se marchó y regresó pasada una semana con un saco, cuyo interior relucía intensamente. Le había traído la luna a la princesa Aurora, solo por una noche, ya que después tendría que regresarla al cielo.
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El rey y el joven Tomás
El rey y el joven Tomás

Érase una vez un rey que tenía un hijo llamado Tomás, quien acababa de cumplir los 14 años.
Juntos compartían varias costumbres y actividades, pero había una que llamaba profundamente la atención de sus súbditos y era que cada tarde iban a pasar un rato en los terrenos de un palacio abandonado y semidestruido.
Según las leyendas populares, en dicha construcción habitaban tres brujas que eran hermanas, cuya codicia destruyó el esplendor que en otros tiempos hizo famoso ese palacio.
Ni Tomás ni se padre se tomaban muy en serio esos cuentos. Llevaban años pasando sus tardes allí, y nunca habían tenido señal alguna de que realmente existiesen brujas.
Sucede que un día, como otro cualquiera, antes de salir del palacio abandonado el rey se acercó a la fuente central del patio y para su sorpresa vio que había una bella rosa en el fondo.
Pensó que la flor le agradaría mucho a su esposa y decidió tomarla y llevarla con él.
Cuando llegaron al castillo, Tomás fue a sus aposentos y el rey fue al encuentro de su amada, que disfrutó enormemente de la belleza de la rosa y la depositó en una pequeña caja de madera preciosa.
Emocionados fueron a su lecho y ya cuando estaban profundamente dormidos, el rey oyó la voz de una mujer que le pedía que la liberara.
Alarmado, el monarca despertó y preguntó a la reina si le había dicho algo. Esta respondió negativamente pero el rey sabía que no había soñado la voz, por tanto se levantó y exploró la planta superior del palacio, que era donde radicaba la alcoba real.
La repetición del llamado que interrumpió su sueño lo llevó a la habitación en la que su esposa había guardado la caja con la flor. Al hallarla, y comprender que era el motivo de la extra voz, abrió la caja y tomó la flor en sus manos.
De inmediato, la bella rosa se transformó en una mujer de extraña belleza, que se identificó como una de las tres hermanas brujas del palacio abandonado.
Exigió al rey que se casase con ella y matase a la actual reina, pues ella, la mayor de las tres brujas, pasaría a ser la dueña y señora de la comarca, nueva esposa del rey.
La primera actitud del rey fue negarse con todas sus fuerzas. Sin embargo, la hechicera le advirtió que de no hacerlo, lo mataría a él y a su hijos Tomás.
Ante tal amenaza entonces, él rey ideó un plan. Subió a la alcoba real y cogió a su esposa entre sus brazos, para llevarla luego al sótano, donde la encerró.
La reina gritaba, pues no comprendía lo que estaba sucediendo. Creía que su marido se había vuelto loco y quería atentar contra su vida. Pasaría unos días allí encerrada, sin comprender que el rey sólo estaba salvando su vida y la de su hijo.
…
Fueron unas semanas difíciles para la vida en el castillo y la comarca toda.
La nueva reina gobernaba con tal despotismo y ejercía tanta influencia sobre el rey, que muchos de los súbditos estaban pensando en abandonar la comarca.
Sólo había una persona que no respondía a los designios de la bruja: el joven Tomás.
Enterado por su padre desde el primer día sobre todo lo que había pasado, el príncipe cada noche llevaba agua y comida a su madre en el sótano, y a los pocos días le contó el por qué de toda la situación.
La desobediencia de Tomás y el gran amor que el rey profesaba por este, hicieron que la bruja lo odiase cada vez más, al punto de desear su muerte.
Tomás se percató de ello y lo comentó a su madre, quien le dijo que rezaría todos los días a San José, del cual era devota, para que lo protegiera.
Fu así entonces que un día el odio de la reina rebasó lo tolerable para ella y le ordenó a Tomás que emprendiese el camino al palacio abandonado en busca de unas uvas para ella.
El príncipe rechazó de inicio el pedido, pero las amenazas de la bruja con maltratar cada vez más a los súbditos, lo hicieron reconsiderar.
Se aprestó para ir en busca de las uvas y fue a buscar la bendición de la madre, quien le pidió que anduviese con mucho cuidado.
Camino al palacio de las tres brujas Tomás se encontró con un anciano, quien le dijo que al recoger las frutas no se bajase nunca del caballo ni se detuviese por mucho que lo llamaran. De lo contrario, podía perecer, tal y como la nueva y hechicera reina deseaba.
Tomás hizo caso al anciano y llegó sano y salvo a su castillo con las uvas. La bruja, sorprendida, se molestó y le encomendó buscar naranjas en el mismo sitio.
Una vez más, el joven príncipe tuvo que ir al palacio donde solía pasar las tardes con su padre. Antes de llegar volvió a tropezarse con el mismo anciano, quien le explicó que no podía detener su marcha mientras recogiera las naranjas, pues de lo contrario sería asesinado por las hermanas de la reina bruja.
Tomás siguió el consejo del anciano y no tuvo ningún percance. Cuando regresó al palacio real, la bruja se insultó aún más y le ordenó volver a ir, esta vez a por limones.
Mas no se trataban de unos limones cualquiera, sino de unos que crecían en un árbol sembrado en el interior del palacio abandonado.
Cuando el príncipe iba a camino a cumplir el nuevo designio, le salió al paso el anciano, esta vez con nuevas indicaciones.
Le alertó que cuando se encontrara con dos brujas de singular apariencia, que iban a querer mostrarle todo el interior del palacio, excepto un cuarto, no cogiera nunca los limones del árbol.
Tomás debería entonces presionar a las hechiceras, nada más y nada menos que las hermanas de su forzosa madrastra, y una vez dentro de esa habitación, apagar las velas que allí habían.
Serían tres velas, cada una de las cuales representaba la vida de cada bruja.
El joven siguió las indicaciones del anciano, que a la postre se identificó como San José, el santo de su madre, y forzó a que las brujas le enseñasen la habitación.
Estas estaban prestas a acabar con la vida de Tomás, pero se sintieron desubicadas cuando vieron que el joven visitante no recogió ningún limón y sólo se interesaba por la habitación prohibida.
Así, cedieron a las intenciones del príncipe, ya que en definitiva les daba lo mismo acabar con su vida en cualquier habitación. Sin embargo, cuánta sería su sorpresa al ver que el joven tomaba las tres velas en su mano y apartando la más grande, soplaba fuerte para extinguir las llamas que las mantenían vivas.
Por supuesto, la sorpresa duró un instante. Ambas brujas murieron y Tomás, vela grande en mano, regresó triunfante al palacio real.
Al verlo llegar no con limones, sino con la vela de su esencia, la bruja rabió de ira y le fue arriba para desgarrarlo. Afortunadamente, el rey estaba allí y capturó la vela cuando su hijo la lanzó, gritándole que si la apagaba, acabaría con la usurpadora del trono y podría rescatar la vida que tenían antes de la aparición de la infortunada rosa maldita.
Sin dudarlo un segundo, el monarca sopló la vela y acabó de una vez y por todas con el infortunio que había consumido su vida durante los últimos meses.
Librados de la bruja, el rey y el joven Tomás, padre e hijo, se fundieron en un cariñoso y prolongado abrazo. Luego, bajaron ansiosos al sótano y liberaron a la verdadera reina, que agradecía una y otra vez a San José, receptor de sus rezos y protector de su hijo.
Desde ese día la familia real y toda la comarca fueron más felices que nunca, sin la persistencia de tenebrosas leyendas.
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Las hormigas laboriosas
Las hormigas laboriosas

Eran los últimos días de verano y David había sido invitado a la celebración del cumpleaños de uno de sus primos mayores. El festejo fue enorme, había una gran tarta, una búsqueda del tesoro y muchísimas diversiones más. Después de corretear por toda la casa y participar en sus juegos favoritos, David y los otros niños fueron hacia el jardín, a donde se había trasladado la fiesta.
Mientras los adultos conversaban, los niños seguían corriendo y haciendo travesuras. De repente llamó la atención de David una enorme fila de diminutas hormigas, que iban muy atareadas transportando pequeñas cantidades de comida.
Se quedó mirando fijamente a las hormigas durante algunos segundos, hasta que agarró una para verla más cerca y casi de inmediato intentó aplastarla entre sus dedos. Afortunadamente para la hormiga, la madre lo llevaba observando un buen tiempo y en cuanto se dio cuenta de sus intenciones, lo detuvo.
David miró a su madre con cara de desconcierto, al igual que los demás niños que habían presenciado la escena y se agrupaban alrededor. La madre con tono dulce le dijo al niño:
– ¿Por qué las lastimas, acaso te han hecho daño? ¿No ves lo duro que están trabajando para recolectar comida para el invierno? – La madre se volvió y dijo al resto de los niños que la miraban con atención.
– Nunca debemos intentar dañar a un animal solo porque podemos. En cambio debemos cuidarlos e intentar aprender de ellos. Las hormigas por ejemplo, a pesar de ser tan pequeñas, son de los insectos más laboriosos y fuertes que existen en la naturaleza. ¿No ven cómo colaboran todas juntas para transportar cargas mucho más grandes que su tamaño?
David de inmediato se sintió arrepentido por la mala acción que casi había cometido y prometió a su mamá que nunca más intentaría dañar a un animal, por pequeño que este fuese. Sus amigos, al igual que David, aprendieron aquel día una valiosa lección que recordarían toda la vida.
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La sirena que se convirtió en sal
La sirena que se convirtió en sal

Había una vez una sirena que vivía en el fondo del mar. A pesar de que su vida se encontraba en las profundidades, ella anhelaba salir a la superficie y vivir una vida humana.
Cuando cumplió dieciocho años hizo un trato con una hechicera que le dio el poder de convertirse en humana durante las noches. Pero la magia de este hechizo solo surtía efecto hasta el amanecer, debía ser muy cuidadosa de regresar antes al agua.
Esa misma noche decidió visitar el pueblo cercano, donde celebraban unas fiestas. Salió de la orilla convertida en una hermosa doncella, de cabellera rubia y espesa. Tomó prestado un vestido que encontró cerca y caminó hacia el lugar del que provenía la música.
Entre la multitud distinguió un joven alto y apuesto, que la miraba con el mismo interés que ella lo hacía. Para su sorpresa el joven la tomó de la mano y la invitó a bailar. Bailaron toda la noche sin parar, a pesar de que la sirena nunca antes lo había hecho.
No se dijeron nombres, solo se despidieron prometiéndose que la noche siguiente se volverían a encontrar en el muelle. Así ocurrió, al igual que la siguiente y la siguiente. Tomó solo tres noches para que floreciera el amor entre el desconocido y la sirena, que era feliz como nunca antes.
La cuarta noche la sirena acudió a la cita acordada, pero para su sorpresa el joven no apareció en el muelle. La sirena preguntó desconsolada a todos los que encontraba a su paso, hasta que un anciano pescador que había sido testigo de las citas de los enamorados le dijo: – “Ese joven era un príncipe de una tierra lejana, su padre se lo llevó esta tarde con muchas prisas y no se sabe si regresará. Te buscó durante horas”.
La sirena rompió a llorar, su corazón no podía aguantar la tristeza de no volverlo a ver. Sin darse cuenta la luna comenzó a languidecer y el sol comenzó a anunciar el amanecer, hasta que fue demasiado tarde. No le importó, se entregó a la calidez del astro rey que rompió el hechizo y la convirtió en una preciosa estatua de sal, situada frente al mar. Ahí permanece todavía, esperando el regreso de su amor algún día.
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El bizcocho de la abuela
El bizcocho de la abuela

Esther era la abuela que todo niño desearía tener. Tenía el pelo blanco recogido en un gran moño y una cara de ángel que reflejaba su carácter bondadoso. Sus nietos pequeños disfrutaban de cada visita que ella hacía en las fiestas navideñas, cuando la casa se llenaba de aromas y platos deliciosos.
Y es que Esther era muy buena cocinera, ¡la mejor! Había aprendido de su abuela y no había platillo que se le resistiera. Disfrutaba sobre todo haciendo pasteles y tortas para sus nietecitos, que la miraban con fascinación mientras ella cocinaba y les explicaba sus recetas.
Un año la abuela llegó emocionada pensando hacer un bizcocho de chocolate para sus nietos, pero pronto se dio cuenta de que estos mostraban poco interés en ayudarla.
– “Abuela preferimos salir a jugar”,- dijo el nieto. “Sí, mis amigas me están esperando para que les enseñe mi muñeca nueva”, – replicó la pequeña.
La abuela se sintió triste de que sus nietos no quisieran ayudarla, pero se propuso hacer el mejor bizcocho que podía para sorprenderlos. Así fue como ideó una receta especial y se puso manos a la obra. Comenzó a mezclar todos los ingredientes: azúcar, huevos, harina, aceite, yogur, levadura, ralladura de limón, trocitos de nueces, chocolate y el ingrediente secreto, una dosis de mucho amor.
Luego de un par de horas el bizcocho comenzó a oler y los nietos que se encontraban en el salón, se acercaron expectantes ante aquel dulce que olía tan bien. Estaban inquietos frente a la puerta cuando vieron salir un impresionante bizcocho navideño.
Era un bizcocho inmenso, revestido de una capa verde de azúcar con la forma de un árbol de navidad. Encima habían colocados todo tipo dulces que decoraban el árbol como si fuesen adornos navideños. En el centro había un letrero de chocolate negro que decía: – “Para mis amados nietos por Navidad”.
Los nietos se sintieron muy apenados de no haber ayudado a su abuela y corrieron a darle un fuerte abrazo. En lo adelante cada año la ayudarían a realizar un bizcocho como este, que fue declarado ese año como el postre de la Navidad.
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Salomé
Salomé
(Siglo I) Princesa idumea. Según se relata en el Nuevo Testamento (en el Evangelio de San Mateo, 14,6-12, y en el de San Marcos, 6,21-28), fue hija de Herodías, la mujer de Herodes Filipo, que se casó de manera escandalosa con el hermanastro de éste, Herodes Antipas. Esto suscitó la guerra con los nabateos, ya que Herodes Antipas había repudiado antes a otra mujer, hija del rey nabateo Aretas IV.
La actitud de Herodes Antipas y Herodías fue muy criticada por el pueblo, ya que se consideró pecaminosa. Uno de los que más sobresalieron en su denuncia fue San Juan Bautista, el apóstol que predicaba el arrepentimiento, que se atrevió a censurar públicamente el matrimonio de Herodes con Herodías. Ello exasperó tanto a Herodías que pidió la ejecución del predicador. Desafiando a la opinión pública, Herodes puso a Juan Bautista en prisión, aunque no se atrevió a ejecutarlo por miedo a provocar la ira popular. San Marcos añade además que Herodes no deseaba ejecutar a Juan Bautista y que incluso le profesaba cierto respeto y simpatía.

Salomé recibe la cabeza del Bautista, de Bernardino Luini
Según la tradición, algún tiempo después Herodes celebró su cumpleaños ofreciendo un banquete a sus cortesanos, y para agasajarlos pidió a Salomé que bailase para ellos. La muchacha consiguió que los invitados quedaran extasiados, y Herodes quiso recompensarla prometiendo delante de todos los asistentes que accedería a cualquier deseo que le pidiera, incluso entregarle la mitad de sus dominios. Salomé lo consultó con su madre, y Herodías respondió: "Pide la cabeza de Juan Bautista". Inmediatamente compareció delante de Herodes y de sus invitados y dijo: "Quiero la cabeza de Juan Bautista en una bandeja". Herodes Antipas se quedó horrorizado y afligido ante esta petición, pero sabía que estaba obligado a cumplir su promesa. Envió un soldado a la prisión, que regresó trayendo la cabeza de Juan Bautista en una bandeja. Se la entregó a Salomé y ésta a su madre.
Los artistas de todos los tiempos se han inspirado con frecuencia en esta macabra historia, destacando principalmente el trasfondo psicológico que se revela a través de sus protagonistas, unidos por una relación de consanguinidad que se remontaba a varias generaciones, con los componentes de odio, desesperación y apasionamiento, y la sensualidad que emana de la danza de la muchacha. El tema de Salomé fue recogido por numerosos pintores; lo encontramos también en el drama homónimo de Oscar Wilde, escrito en la época del más genuino decadentismo (en las últimas décadas del siglo XIX), que dio lugar a su vez, en 1905, a la famosa ópera de Richard Strauss, una de las obras más importantes de su producción.
Cómo citar este artículo:
Tomás Fernández y Elena Tamaro. «Biografia de Salomé» [Internet]. Barcelona, España: Editorial Biografías y Vidas, 2004. Disponible en https://www.biografiasyvidas.com/biografia/s/salome.htm [página consultada el 21 de octubre de 2025].
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Isabel II de Borbón o de España
Isabel II de Borbón o de España
Reina de España (Madrid, 1830 - París, 1904). Isabel II nació del cuarto matrimonio de Fernando VII con su sobrina María Cristina de Borbón, poco después de que el rey promulgara la Pragmática por la que se restablecía el derecho sucesorio tradicional castellano, según el cual podían acceder al trono las mujeres en caso de morir el monarca sin descendientes varones.
En virtud de aquella norma, Isabel II fue jurada como princesa de Asturias en 1833 y proclamada reina al morir su padre en aquel mismo año; sin embargo, su tío Carlos María Isidro de Borbón no reconoció la legitimidad de esta sucesión, reclamando su derecho al trono en virtud de la legislación anterior y desencadenando con esta actitud la Primera Guerra Carlista (1833-40).
Hasta que Isabel II alcanzara la mayoría de edad, la regencia recayó en su madre, María Cristina de Borbón, la cual encabezó la defensa de sus derechos dinásticos contra los partidarios de don Carlos; para ello entabló una alianza con los liberales, que veían en la opción isabelina la posibilidad de hacer triunfar sus ideas frente al partido absolutista agrupado en torno a don Carlos.

Isabel II de España
En consecuencia, llamó al gobierno a los liberales y aceptó el régimen semiconstitucional del Estatuto Real (1834); la presión de los liberales más avanzados le obligaría luego a admitir la nacionalización de los bienes de la Iglesia (desamortización de Mendizábal) y el establecimiento de un régimen propiamente liberal (Constitución de 1837). Entretanto, la suerte de las armas fue favorable para la causa de Isabel, pues los ejércitos de Baldomero Espartero consiguieron imponerse a los carlistas en el frente del Norte (Convenio de Vergara de 1839) y en el Maestrazgo (derrota del general carlista Ramón Cabrera en 1840).
En aquel mismo año, sin embargo, María Cristina fue apartada de la Regencia y expulsada de España, desacreditada por su matrimonio morganático y por su actitud reacia al liberalismo progresista; el propio general Espartero le sucedió como regente en 1841. Por entonces se habían decantado ya las dos corrientes en las que se dividió la «familia» liberal: el partido moderado (conservador) y el partido progresista (liberal avanzado).
Después de tres años de regencia de Espartero y de consiguiente predominio político de los progresistas, en 1843 fue derrocado el regente por un movimiento en el que participaron moderados y progresistas descontentos (1843); para evitar una nueva Regencia, se decidió adelantar la mayoría de edad de Isabel II, quien comenzó, por tanto, su reinado personal con sólo trece años. Una maniobra de los moderados completó la operación apartando del poder al progresista Salustiano Olózaga bajo la acusación de haber forzado la voluntad de la reina niña.
En lo sucesivo, Isabel II inclinaría sistemáticamente sus preferencias políticas hacia los moderados, incumpliendo su papel arbitral de reina constitucional al llamar a formar gobierno siempre al mismo partido, lo cual obligó a los progresistas a recurrir a la fuerza para tener opción de gobernar; por esa razón se sucedieron los pronunciamientos, mecanismo de insurrección militar, frecuentemente combinada con algaradas callejeras, para forzar un cambio político.
La ignorancia y candidez de Isabel II se complicaron con su insatisfacción sexual, fruto del desgraciado matrimonio que le arreglaron a los dieciséis años con su primo Francisco de Asís de Borbón; una sucesión de amantes reales adquirieron influencia sobre las decisiones de la Corona, al tiempo que confesores y consejeros aprovechaban el sentimiento de culpabilidad y los accesos religiosos de la reina para hacer sentir también su influencia. Isabel II se rodeó así de una «camarilla» palaciega con influencia política extraconstitucional, causa adicional de su descrédito ante el pueblo y la opinión liberal.
Desde el comienzo de su reinado, Isabel II inauguró esta tónica al amparar diez años de gobierno ininterrumpido de los moderados (la «Década Moderada» de 1844-54), en los que el poder estuvo dominado por el general Ramón María Narváez. Este predominio moderado se plasmó en una nueva Constitución en 1845, en la que el poder de la Corona quedaba reforzado frente a los órganos de representación nacional; y también en toda una serie de leyes importantes que conformaron el modelo de Estado liberal en España en una versión muy conservadora; este giro permitió restablecer las relaciones con el Papado, que reconoció a Isabel II como reina legítima en 1845.
El descontento de los liberales acabó por provocar una revolución que dio paso a un «Bienio Progresista» (1854-56), marcado de nuevo por la influencia de Espartero. Pero una nueva sublevación militar restableció la situación conservadora, abriendo un periodo de alternancia entre los moderados de Narváez y un tercer partido de corte centrista liderado por el general Leopoldo O'Donnell (la Unión Liberal). Los progresistas, excluidos del poder, se inclinaron otra vez por la vía insurreccional, que prepararon desde el Pacto de Ostende de 1866; pero esta vez exigieron el destronamiento de Isabel, a la que acusaban de intervencionismo partidista y de deslealtad hacia la voluntad nacional.
El resultado fue la Revolución de 1868, que obligó a Isabel II (de vacaciones en Guipúzcoa) a exiliarse en Francia. En 1870 abdicó en su hijo Alfonso y confió a Antonio Cánovas del Castillo la defensa en España de la causa de la restauración dinástica; ésta se logró tras el fracaso de los sucesivos regímenes políticos del Sexenio Revolucionario (1868-74), y la entronización de Alfonso XII. La reina madre, símbolo del pasado y del desprestigio de los Borbones, regresó a España en 1876, severamente vigilada y bajo la prohibición de cualquier actividad política; pero sus desavenencias con el gobierno de Cánovas le decidieron a exiliarse definitivamente en París, donde permaneció resentida y aislada, sobreviviendo a su madre (1878), su hijo (1885), su marido (1902) y la mayor parte de sus amantes y amigos.
Cómo citar este artículo:
Tomás Fernández y Elena Tamaro. «Biografia de Isabel II de Borbón o de España» [Internet]. Barcelona, España: Editorial Biografías y Vidas, 2004. Disponible en https://www.biografiasyvidas.com/biografia/i/isabel_ii_de_espana.htm [página consultada el 21 de octubre de 2025].
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Armatofu
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