El 16 de septiembre de 1976, el mundo se detuvo ante un verdadero héroe. Shavarsh Karapetyan, campeón mundial de natación y con solo 23 años, acababa de terminar una agotadora carrera de 13 millas a orillas del Lago Yerevan, en Armenia, cuando un estruendo rompió el silencio:
Un trolebús había atravesado el muro de contención de una represa y se había sumergido en las aguas sucias y turbias del lago.
Sin pensarlo dos veces, movido solo por el instinto de salvar vidas, Karapetyan corrió hacia la orilla, se desnudó y se zambulló en el horror.
El agua era negra, contaminada por aguas residuales, y la visibilidad era nula. Aún así, nadó a ciegas unos 5 metros hasta encontrar el vehículo sumergido. Todas las ventanas estaban cerradas. Con patadas, rompió la ventana trasera — desgarrándose las piernas con los vidrios rotos — y comenzó un acto sobrehumano.
Durante 20 minutos que parecieron eternos, Shavarsh desafió a la muerte en cada inmersión. Rescató, uno a uno, 37 cuerpos. Veinte de esas personas sobrevivieron gracias a él. Otras nueve escaparon por la apertura que él creó. Pero el precio fue alto: contrajo una neumonía gravísima, pasó semanas en el hospital, y sus pulmones nunca se recuperaron por completo.
Aun así, al año siguiente, contra todas las expectativas y con el cuerpo aún en recuperación, Karapetyan regresó a las piscinas. En un último acto de gloria, conquistó el oro y rompió su 11º récord mundial, antes de retirarse definitivamente.
Shavarsh Karapetyan no fue solo un atleta. Fue un héroe que nadó contra la muerte para salvar vidas.
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