Tenía 12 años cuando él se fue. Recuerdo el portazo, la maleta, y a mi mamá llorando frente al televisor mientras yo me hacía el fuerte. Dijo que iba a trabajar al sur, que todo era por el bien de la familia. Pero los meses pasaron y lo único que llegó fueron las facturas vencidas. Nunca volvió. Ni una llamada. Ni un mensaje. Ni un maldito regalo de cumpleaños. Nada.
Crecí con el nombre de un fantasma. En el colegio, cuando preguntaban por él, respondía con frases en automático: “No vive con nosotros,” “Está en otra ciudad,” “No sé nada.” Pero la verdad es que sí sabía algo: lo odiaba.
A los 20, ya trabajaba en un taller mecánico. Mi mamá envejecía demasiado rápido. Le dolía la espalda, los tobillos, los silencios. Nunca lo criticó. Nunca habló mal de él. Solo lo nombraba con tristeza. Yo sí lo maldecía en mi mente. Cada vez que me rajaba los dedos cambiando una llanta, pensaba: “Esto lo estaría haciendo él si no fuera un cobarde.”
Y entonces, un viernes cualquiera, me llamaron del hospital.
—¿Es usted familiar de Luis Méndez? —preguntó una voz seca.
—Es mi papá —respondí con un nudo que no esperaba.
—Está internado. Solo. Terminal. No tiene a nadie más. Preguntó por usted.
Sentí que el mundo se me partía en dos. Una parte quería ir corriendo. La otra quería dejarlo morir solo. Ganó la primera.
Llegué al hospital. Estaba en una cama, pálido, encogido como un niño, con los ojos perdidos. Cuando me vio, trató de hablar… pero no pudo. Tosió. Cerró los ojos. Me senté a su lado. No dije nada en horas. Solo lo miré.
Al segundo día, despertó.
—Mateo… —dijo, apenas con voz.
—¿Por qué? —le solté. No pude contenerlo. Las palabras me salieron como cuchillas.
Se le aguaron los ojos. Intentó explicarse. Dijo cosas sobre deudas, sobre miedo, sobre vergüenza. Nada justificaba lo que hizo. Pero vi algo en él: estaba roto. No era el hombre fuerte que recordaba. Era solo un viejo cansado, lleno de errores y remordimientos.
Ese día no lo perdoné. Me fui en silencio. Nunca más regresé. Murió tres días después.
Hoy, a mis 34, tengo dos hijos. Cada vez que los abrazo, cada vez que los miro dormir, no puedo evitar pensar en él. No por lo que hizo… sino por lo que no hice yo: no le dije que, a pesar de todo, una parte de mí aún quería saber si me amaba.
Me lo guardé. Me lo tragué. Y ese silencio pesa más que su ausencia.
“A veces, perdonar no es para ellos… es para que tú no cargues con el peso de lo que nunca dijiste.”
— Mateo Méndez
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