martes, 23 de septiembre de 2025

Lara se miró al espejo por última vez antes de salir. Llevaba puesto un vestido rojo





 Lara se miró al espejo por última vez antes de salir. Llevaba puesto un vestido rojo que su madre habría considerado “demasiado llamativo” para una mujer que, según ella, ya había pasado “la edad de provocar miradas”.

Suspiró, se recogió el cabello y salió de casa. Aquella noche, después de años aplazándolo, iría sola a la exposición donde presentarían una de sus esculturas.
Al llegar, varios asistentes giraron la cabeza. Algunos sonrieron, otros cuchichearon. Lara caminó con paso firme, aunque por dentro le temblaban las rodillas.
—¡Lara! —le dijo Adrián, su antiguo compañero de universidad—. ¡No sabía que seguías esculpiendo!
—Nunca dejé de hacerlo —respondió ella, tranquila.
—Pensé que habías abandonado… ya sabes, después de lo de tu ex, la crítica, las redes…
—Pensaste mal —le sonrió—. Solo dejé de publicar. Pero seguí creando.
A lo largo de la noche, escuchó los mismos comentarios de siempre, disfrazados de curiosidad:
—¿Viniste sola?
—¿No te parece demasiado abstracta tu obra?
—¿Y qué dirá tu familia de esta escultura?
—Con lo que ganabas como arquitecta, ¿para qué meterte en esto?
Lara bebía sorbos pequeños de vino, asentía, respondía sin ceder el alma. Hasta que una chica joven, con gafas enormes y mirada transparente, se acercó y le dijo:
—Tu obra… la del torso partido, con el hueco dorado… ¿Es tuya?
—Sí —respondió Lara.
—Me hizo llorar. Sentí que hablaba de mí. Como si… como si fuera una herida que aprendió a respirar sin esconderse.
Lara se quedó en silencio.
—Gracias —susurró, y por dentro algo se encendió.
Cuando la exposición terminó, caminó de regreso a casa con el abrigo al hombro, las luces de la ciudad reflejadas en los charcos, y el eco de tantas opiniones detrás de ella como hojas que caen sin hacer ruido.
Al llegar, encendió la lámpara del salón y tomó su cuaderno de notas. Allí, entre recortes de revistas y frases sueltas, tenía una cita que había anotado años atrás, de Harrison Ford:
“Te criticarán por lo que eres, por lo que no eres y por lo que piensan que eres… Así que vive para ti, porque al final, lo único que importa es ser fiel a tu propio camino.”
Volvió a leerla en voz alta, como si fuera un conjuro.
Entonces entendió: la fidelidad más valiosa no era a una pareja, ni a un apellido, ni a una profesión. Era a su intuición. A su forma de sentir. A su manera de contar el mundo con arcilla, con vacíos, con grietas hermosas.
Y si aún la señalaban, si aún la juzgaban, era porque había vuelto a caminar su propio camino… y eso siempre hace ruido.
Porque vivir para complacer es morir en silencio. Pero ser fiel a tu voz… es tallar tu libertad, golpe a golpe, hasta que se vuelva arte.

No hay comentarios: