La primera persona que nos consta describió la propiedad de ciertas sustancias para atraer el hierro fue Tales hacia 550 a. C. Su descripción se refería a un fragmento de roca encontrado cerca de la ciudad de Magnesia, de donde derivó el término magnetismo. Los imanes permanecieron como mera curiosidad hasta que los chinos descubrieron que las agujas magnetizadas se orientaban de manera invariable en dirección Norte-Sur.
En 1269, el erudito francés Petrus Peregrinus fue el primero que estudió de manera sistemática los imanes. Descubrió que todo imán tiene dos polos con propiedades magnéticas opuestas. Usualmente se les llama polo norte magnético y polo sur magnético. El polo norte de un imán atrae el polo sur de otro, y ambos polos de igual signo se repelen.
Pero ¿por qué el polo norte de un imán había de señalar el Norte geográfico? ¿Acaso era la propia Tierra un gigantesco imán? Esta posibilidad la investigó el científico inglés William Gilbert, quien dio forma esférica a una piedra imán. En 1600 publicó un libro en el que describía la forma en que una brújula se comportaba en la proximidad de la esfera magnética, y demostró que actuaba exactamente igual como lo hacía respecto a la Tierra. Consideró entonces que esta última debía de ser un imán.
Pero ¿por qué? Una posibilidad era que hubiese un enorme fragmento de sustancia magnética en el centro de la Tierra, orientado hacia el Norte y el Sur, y cuando se empezó a especular acerca de que la Tierra podía tener un núcleo de hierro, aquélla pareció ser la respuesta. Pero en 1895, Pierre Curie descubrió que el hierro pierde su magnetismo a temperaturas superiores a los 760 °C, y dado que la temperatura del núcleo terrestre está muy por encima de esa cifra, resulta obvio que dicho núcleo no es un imán en el sentido ordinario del término.
No obstante, el hierro en fusión aún es capaz de conducir una corriente eléctrica, y si el hierro gira, esa corriente al girar a su vez, creará un campo magnético. O sea, que la Tierra podría no ser un imán común, sino un electroimán. En 1939, el geofísico Walter Maurice Elsasser sugirió que la rotación terrestre podía determinar turbulencias en el núcleo que darían lugar a un campo magnético.
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