Cómo toda su vida, despertó aún de noche. Ruidos conocidos de caballos, carretas y risas de hombres llegaban apagadas hasta su cama. Se quedó inmóvil, como queriendo dar más tiempo de descanso a su cansado cuerpo. Cuando los recuerdos dolorosos llegaron a su mente, prefirió levantarse. Se vistió en silencio para no despertar a Eusebio y al perro que dormían plácidamente en el catre de al lado.
El corredor del hotel estaba lleno de aromas de pan y horno. Caminó hacia la cocina, atraído por el olor de las tortas recién asadas y las risas de los negros que celebraban la vida con su alegría contagiosa. Conocía la fonda, se había hospedado allì por varios meses en 1812 recièn llegado a Buenos Aires, antes de conocer a Remedios. Entró a la cocina pidiendo perdón y permiso, y se entretuvo hablando con los sirvientes. Siempre se había sentido a gusto con los negros, admiraba su humilde dignidad, sus ansias de vida, su amor por la familia, su religiosidad, su pasión por el compañero. Charlaron alegremente de cosas sin importancia. Cuando se retiró de la cocina, sentía el alma menos pesada. El sol ya entraba por la puerta entreabierta cuando volvió al cuarto a despertar a Eusebio.
-Por favor, ve a la cocina y pide agua para mi café y alguna torta. Recuerda no mencionar mi nombre, y si alguien pregunta no contestes nada comprometido. Tomaré mi mate en el cuarto. Tú pide lo que apetezcas y ve si encuentras algo para el pobre perro.
-Sí, señor.
-Luego ve al patio y pide a los baqueanos que te bajen el baúl con mi ropa. Busca lo más limpio que encuentres. No sé, algo decente que halles. Sino, trae mi uniforme de gala. Lo que sea que esté limpio y presentable, voy a visitar a mi esposa. Y acompáñame, por favor, podría necesitarte.
Luego comimos en silencio y el señor se vistió con calma. Cuando terminó, se paró delante de mí y me preguntó con tristeza:
- ¿Qué me diría mi esposa, Eusebio?
-Que está orgullosa de Usted, señor. Seguro diría eso.
Dio media vuelta y salió apurado del cuarto, hacia la caballeriza.
Desandamos el camino de la noche anterior hasta la casona Escalada, donde Tío Congo nos esperaba en la calle con su caballo ensillado. El general nuevamente tenía ese semblante que yo bien conocía y que siempre presagiaba una recaída en su salud. El sirviente se nos unió en silencio y nos guió hacia el taller del fabricante de lápidas, a quien el señor invitó a acompañarnos hasta el cementerio.
Los cuatro atravesamos la ciudad y nos apeamos en la entrada del camposanto. Congo se adelantó para mostrar el camino al general hacia la tumba de la esposa, seguido a unos pasos por el grabador. Yo entré último, asustado entre tantos muertos.
Caminamos por un terreno muy grande con algún que otro montículo de tierra removida en el suelo, algunos con su cruz clavada en un extremo. Congo se detuvo frente a un sepulcro nuevo con una gran cruz de madera. El general se arrodilló y estuvo largo rato en esa posición, mientras nosotros nos retirábamos a unos cuantos pasos. Cuando lo vi que intentaba levantarse agarrado de la cruz, corrí a ayudarlo. Me pasó el brazo por sobre el hombro y se enderezó con dificultad.
Llamó a su lado al hombre que había traído y le hizo varias indicaciones sobre el trabajo que quería. El otro anotaba en un papel.
-¿Qué debo grabar en la lápida, señor?
-“Esposa y amiga” ponga. Eso. Esposa y amiga."
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