domingo, 30 de noviembre de 2025

Noche aciaga en Castellón para una UD que pone fin a su buena racha (1-0).

 


✍️Noche aciaga en Castellón para una UD que pone fin a su buena racha (1-0).


La UD Las Palmas cae en el SkyFi Castalia en un duelo exigente a nivel físico, decidido por un gol de Suero en el tramo final. Los amarillos resistieron durante muchos minutos gracias a las intervenciones de Horkas, pero la falta de claridad ofensiva y la intensidad del Castellón acabaron sentenciando la primera derrota a domicilio de la temporada para los de Luis García.


📸: @laliga 


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Pesima derrota de la UD Las Palmas



 Muy Mal, muy mal, Luis Garcia, mal planteamiento, mala organizacion, mal los cambios, mal orquestado, mal distribuido los cambios, malos tiempos gestionados, mal en todo, hoy lo ha perdido el entrenador, me ha decepcionado como se ha petrificado sin saber que hacer ante el castellon. En fin, se le ha visto las costuras. Viti por dios de mi vida, fatal. Y Lukovic me desespera. Viera jugando solo pa Jese, no entiendo nada. De ha librado otros partidos de este juego defensivo y racano, hoy no se libro. Tenemos un equipazo, me da envidia ver al Depor, al Castellon, al Albacete mismo, al Almeria, como pelean y luchan todo por este alineador. Me da igual que me cosan a negativos. Tenemos un equipazo para jugar como bailarinas. Me recordo al ex entrenador aplaudidor de moscas. Perdonen pero estoy cabreado siempre lo mismo coñoVacaciones en Castalia?

Ojalá hayan sido unas pequeñas vacaciones porque hay algunas cosas que me preocupan:

1. Sigo pensando que tenemos una plantilla justita para competir en Segunda. Estamos arriba, competimos bien, pero vamos con lo justo.

2. Me preocupa que Luis García no confíe en la gente del banquillo y en parte le puedo entender. Veo a Viera y a Jesé sin chispa y los demás no nos dan un salto físico ni de calidad. Aun así, necesitábamos refrescar al equipo y caímos de maduro, el Castellón más fuerte físicamente, cogían todos los rechaces y superiores en el uno contra uno.

3. Marvin, Amatucci, Pejiño.. poco más que salvar hoy. Viti desubicado cuando juega en el centro del campo, aporta solo lucha.


Increíble un equipo recién descendido, con buenos ingresos, club saneado y con esta política de fichajes rácanos, el Presi nos condena.

El personaje histórico de Catalina de Alejandría




 El personaje histórico de Catalina de Alejandría ha sido envuelto, por su santidad, en un halo legendario que arroja muchas dudas acerca de la veracidad de su historia. La historia de una virgen noble de Alejandría que, gracias a su cultura y erudición fue capaz de enfrentarse a grandes filósofos y al mismísimo emperador.


Según la tradición, Catalina era una joven perteneciente a la nobleza de Alejandría. Su gran inteligencia fue cultivada gracias a su familia que le facilitó el acceso a los estudios de ciencias y letras.

Convertida al cristianismo por una visión de Cristo en la que le prometió la consagración de su vida a Dios, aprovechó la visita del Emperador Maximiano para conseguir de él su conversión. La osadía de la joven cristiana le costaría el martirio. Incapaz de rebatir a Catalina, el emperador puso frente a ella un gran número de filósofos y sabios que intentaron convencerla del error de sus palabras. Lejos de conseguirlo, muchos de ellos fueron incluso convencidos por Catalina y convertidos de a la fe cristiana.
Viendo amenazado su prestigio y poder, Maximiano condenó a Catalina al martirio. Cuenta la leyenda hagiográfica que la rueda con pinchos, al entrar en contacto con la joven cristiana, se rompió. Desesperado, Maximiano ordenó su decapitación.
Fue a partir de las Cruzadas que la historia de Santa Catalina de Alejandría se extendió por Europa y se iniciaron las peregrinaciones a su tumba a los pies del monte Sinaí. Desde entonces poetas narraron su martirio y miles de fieles se unieron a su devoción.
Santa Catalina de Alejandría está inscrita en el martirologio romano, celebrando su fiesta el 25 de noviembre.

El apellido Diaz

 


El apellido Díaz nace en la península ibérica como nacen muchas cosas profundas en la historia: en silencio, en medio de pueblos en guerra y familias que intentan dejar huella. En los antiguos reinos de Castilla y León, cuando la Reconquista iba empujando las fronteras hacia el sur, comenzaron a aparecer hombres identificados no solo por su nombre, sino por el de su padre. Así, al hijo de un hombre llamado Diego o Diago se le empezó a llamar “Díaz”, que en castellano antiguo significa, sencillamente, “hijo de Diego”.  


El nombre Diego, del que nace Díaz, venía ya cargado de historia: procedía del medieval Didacus/Diago, nombre de raíces latinas y sentido discutido, pero asociado a enseñanza y disciplina, y con el tiempo quedó fundido en la figura de “Santiago”, el gran santo guerrero de España.    En ese mundo de caballeros y fronteras móviles, tener por apellido “Díaz” era llevar tatuado en la palabra tu pertenencia a una casa encabezada por un Diego que en su día fue padre, señor o soldado. No en vano, uno de los primeros y más famosos portadores del patronímico fue Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, cuyo propio nombre delata que su padre se llamaba Diego.  


Con el tiempo, muchas ramas diferentes comenzaron a usar el mismo apellido. Hubo linajes muy antiguos en León y Castilla, otros en la zona de Molina y otros dispersos por toda España, hasta el punto de que hoy se sabe que muchos Díaz no descienden del mismo tronco, sino de distintos Diegos que vivieron en épocas y lugares diferentes.    El apellido también fue asumido por algunas familias judías sefardíes en tiempos de conversión forzada; incluso cuando generaciones después regresaron a la fe de sus padres, algunos conservaron el apellido que los había acompañado en los años oscuros.  


Desde la península ibérica, el apellido cruzó océanos. Viajó en naves de conquista y de comercio, escribió su nombre en actas de cabildo, en partidas de bautismo y en firmas temblorosas de campesinos que aprendían a trazar sus letras. Hoy Díaz es uno de los apellidos más frecuentes en España y en gran parte de América, heredero de ese sencillo origen patronímico: ser “hijo de Diego”, pero también hijo de una historia de resistencia, mestizaje y fe que se ha ido sedimentando siglo tras siglo.  


Así, cuando alguien lleva el apellido Díaz, carga una palabra que nació para señalar de quién eras hijo y con los siglos terminó diciendo algo más: que vienes de una larga fila de hombres y mujeres que aprendieron a vivir entre espadas y esperanza, entre errores y promesas, y que todavía hoy siguen escribiendo ese apellido con su trabajo diario y con la forma en que honran su propia casa.

lA os 19 años escribió un artículo

 


A tan feroz que amenazaron con demandarla para obligarla a guardar silencio. Ella escribió otro—y así inició una carrera de setenta años dedicada a destruir a cualquiera que dijera que las mujeres debían callarse. Su nombre era Rebecca West, y entendía algo fundamental: las palabras podían ser armas, si se afilaban lo suficiente. Nacida como Cicely Isabel Fairfield en 1892 en Londres, creció viendo a su madre luchar después de que su padre abandonara a la familia. Vio a mujeres brillantes condenadas a vidas limitadas. Vio cómo se desperdiciaba la inteligencia simplemente porque venía en forma femenina. Decidió pronto que ella no sería desperdiciada.


A los 19 años ya escribía para un periódico feminista llamado The Freewoman. Sus críticas eran salvajes. Sus ensayos, incendiarios. No criticaba: evisceraba. En 1912, escribió una reseña demoledora de una novela de H. G. Wells, calificando su representación de las mujeres de superficial y su feminismo de performativo. Wells era uno de los escritores más famosos de Inglaterra. Ella era una adolescente desconocida. Wells estaba furioso. Sus amigos le dijeron que había destruido su carrera antes de empezar, que nadie atacaba a hombres poderosos y sobrevivía en el mundo literario. Rebecca no pidió disculpas. Escribió más. Wells leyó su trabajo. Y, en lugar de destruir su carrera, se obsesionó con ella. Comenzaron una relación tumultuosa que duró una década y dio como resultado un hijo, Anthony West. Pero esta no es una historia de amor. Es la historia de una mujer que se negó a suavizarse para nadie, ni siquiera para el escritor famoso con quien se acostaba.


Para entonces había adoptado su nombre de pluma: Rebecca West, tomado de la obra Rosmersholm de Ibsen, que trata de una mujer que se niega a vivir una mentira. El nombre era una declaración. No fingiría ser más pequeña, más silenciosa o más agradable de lo que era. Su estilo era quirúrgico. Podía desmantelar un argumento, un libro o la visión del mundo de una persona en un solo párrafo. Los críticos llamaban a su prosa “brillante pero cruel”. Ella la llamaba honesta.


En los años 20 y 30 escribió novelas, crítica, análisis político. Cubrió el ascenso del fascismo en Europa. Comprendió, antes que muchos, que el totalitarismo no era solo un sistema político: era una guerra contra el pensamiento individual. Su cita más famosa proviene de esta época: “Nunca he logrado descubrir con precisión qué es el feminismo: solo sé que la gente me llama feminista cada vez que expreso sentimientos que me diferencian de un felpudo”. No era solo ingeniosa. Era estratégica. Entendía que “feminista” se usaba como insulto, como forma de descartar a las mujeres que rechazaban la sumisión. Así que lo asumió. Convirtió el insulto en armadura.


Pero la obra más significativa de Rebecca llegó después de la Segunda Guerra Mundial. En 1946 viajó a Núremberg para cubrir los juicios por crímenes de guerra. Fue una de las pocas periodistas mujeres allí, rodeada de reporteros hombres que dudaban de que una mujer pudiera soportar la brutalidad de lo que presenciarían. Sus crónicas de Núremberg siguen siendo algunas de las mejores piezas de periodismo judicial jamás escritas. No solo documentó lo que sucedía. Analizó la psicología del mal. Examinó cómo personas comunes se vuelven cómplices de atrocidades. Diseccionó las estrategias de defensa de hombres que habían orquestado un genocidio. Su escritura era precisa, implacable y devastadora. “¿La redención de la raza humana?”, escribió sobre los juicios. “Estos hombres convertirán eso también en una broma.” Vio a través de la actuación del remordimiento. Reconoció que el verdadero valor del juicio no era el castigo, sino crear un registro para que la historia no pudiera negar lo ocurrido. Su trabajo en Núremberg consolidó su reputación como una de las escritoras políticas más importantes del siglo XX.


Pero su obra maestra había llegado antes, en 1941: Black Lamb and Grey Falcon, un estudio de 1.200 páginas sobre Yugoslavia. En la superficie era un libro de viajes. En realidad era una profunda meditación sobre la historia, el nacionalismo, la violencia y la capacidad humana tanto para la crueldad como para la belleza. Había viajado por Yugoslavia en los años 30, percibiendo que la guerra se avecinaba, que las tensiones étnicas estallarían. El libro fue su intento de entender cómo la historia se repite, cómo las naciones se destruyen a sí mismas, cómo los individuos sobreviven a los imperios. Los críticos lo descartaron inicialmente por demasiado largo, demasiado denso, demasiado ambicioso. Hoy se considera una de las grandes obras de no ficción del siglo XX.


Rebecca West escribió durante dos guerras mundiales, el auge y caída de imperios, revoluciones sociales y transformaciones tecnológicas. Sobrevivió a todos los movimientos que la desestimaron, a cada crítico que dijo que era demasiado agresiva, demasiado difícil, demasiado. A lo largo de su carrera de siete décadas, le repitieron sin cesar que debía moderarse. Ser más simpática. Suavizar sus críticas. Recordar que, como mujer, debía sentirse agradecida de ser publicada. Nunca se suavizó. Cuando los críticos hombres llamaban a su trabajo “masculino” como halago—sugiriendo que su intelecto era inusual en una mujer—ella rechazaba la premisa. La inteligencia, argumentaba, no tenía género. La claridad no era masculina. El valor no era masculino. Eran cualidades humanas por las que simplemente se castigaba a las mujeres.


Su vida personal fue complicada. Su relación con H. G. Wells terminó amargamente. Su hijo Anthony se sintió abandonado por ambos padres y escribió un memorias cruel atacándola. Tuvo affaires, matrimonios, disputas con otros escritores. Fue difícil. Exigente. A veces cruel ella misma. Pero nunca fue pequeña. Y nunca fingió que ser “agradable” era más importante que tener razón.


En 1959, con 67 años, fue nombrada Dama Comandante de la Orden del Imperio Británico, uno de los mayores honores del Reino Unido. El mismo establishment que la había despreciado durante décadas por ser demasiado agresiva, finalmente reconoció que su “agresión” era en realidad coraje. Siguió escribiendo hasta los 90 años, publicando su último libro en 1982, un año antes de morir. Setenta años. Decenas de libros. Miles de artículos. Millones de palabras. Todas afiladas. Todas claras. Ninguna apologética.


Rebecca West demostró algo que el mundo no quería aceptar: que las mujeres no necesitaban suavizar su inteligencia para ser escuchadas. Que la claridad era más poderosa que la simpatía. Que negarse a ser un felpudo no era agresión—era cordura. El mundo literario de su época quería escritoras decorativas, emocionales, dedicadas a asuntos domésticos. Mujeres que escribieran con belleza sobre sentimientos, pero que no desafiaran el poder. Rebecca West escribió sobre crímenes de guerra, fascismo, nacionalismo, genocidio. Desafió a todos—escritores hombres, líderes políticos, convenciones sociales. Y lo hizo con una prosa tan precisa que cortaba de raíz cualquier defensa.


Tenía 19 años cuando escribió aquella primera reseña devastadora, cuando hombres poderosos le dijeron que había arruinado su carrera por negarse a ser deferente. Escribió durante setenta años más. Porque lo más radical que puede hacer una mujer es negarse a hacerse pequeña. Y Rebecca West nunca fue pequeña.

El apellido Alcalá :

Q El apellido Alcalá :


Se origina en la región de Andalucía, específicamente en la ciudad de Alcalá la Real, en la provincia de Jaén. Se cree que el apellido Alcalá proviene del nombre del lugar "Alcalá", que es un término árabe que significa "el castillo" o "la fortaleza".


Significado:

El apellido Alcalá se puede traducir como "el que proviene del castillo" o "el que pertenece a la fortaleza". Esto sugiere que la persona que llevaba este apellido era originaria de un lugar con una fuerte presencia militar o una estructura defensiva importante.


Historia:

Durante la Edad Media, el apellido Alcalá se extendió por toda la región de Andalucía, especialmente en la provincia de Jaén. Muchos miembros de la familia Alcalá fueron parte de la nobleza andaluza y jugaron un papel importante en la historia de la región.


Extensión:

A medida que la región de Andalucía se desarrolló, el apellido Alcalá se extendió por toda España y más allá. En el siglo XVI, el apellido Alcalá llegó a América Latina con los conquistadores españoles.


En resumen, el apellido Alcalá tiene un origen interesante y una historia rica que se remonta a la región de Andalucía, España. Se origina en la ciudad de Alcalá la Real y se asocia con la nobleza andaluza.

Felipe IV de Francia el Hermoso



Felipe IV de Francia, el Hermoso:-

En 1314 Jacques de Molay, gran maestre del Temple, ardía en la hoguera. Su orden había sucumbido ante las ambiciones de un hombre, Felipe IV de Francia, de sobrenombre ‘el Hermoso’, quien, mediante una impresionante operación policial, prendió simultáneamente a todos los monjes guerreros del país. 


Hoy, sabiendo lo poderosos que eran los templarios, sigue impresionándonos la “hazaña” de Felipe. Pero estudiando su biografía constatamos que su gesta tenía truco, pues el rey llevaba decenios entrenando.


El 29 de noviembre de 1314 muere en Fontainebleau, Francia, Felipe IV de Francia apodado "el Hermoso", de la dinastía Capeto. (Fontainebleau, 1268 - 1314). 


Era hijo de Felipe III de Francia, a quien sucedió en 1285. Un año antes ya era rey de Navarra y duque de Champaña, por su matrimonio con Juana I de Navarra (1284). 


Fue un rey piadoso, aficionado a la caza y celoso de la grandeza de su linaje (hizo canonizar a su abuelo Luis IX); pero apenas se ocupó de los asuntos de gobierno, que dejó en manos de sus consejeros. Al morir le sucedió su hijo Luis X el Testarudo (0bstinado).


La Francia de finales del siglo XIII y principios del XIV estuvo gobernada por el monarca Felipe IV,  conocido históricamente como el Hermoso o como el Rey de Hierro, esto  último, a causa de su dura e intransigente personalidad. 


El periodo  histórico propuesto destaca por ser uno de los momentos más violentos de  toda la historia de la humanidad, ya que nos encontramos con el  desarrollo de las últimas cruzadas, con grandes hambrunas, persecuciones  religiosas, enfrentamientos feudales, complots políticos y enfermedades  contagiosas. 


Será con el avance del siglo XIV, cuando las cruzadas  vayan quedando apartadas, dejando paso al desarrollo del continente  europeo.


Felipe IV perteneció a la mítica dinastía real europea de los Capeto, fundada por Hugo Capeto(rey de los francos) en el siglo X. 


Desde el ascenso de Hugo Capeto al trono hasta la caída de Felipe IV, sólo once monarcas ostentaron la corona de Francia,  dejando todos ellos con vida a un heredero que pudiera perpetuar el  legado de la dinastía, algo que llevó a todos sus súbditos a bendecir a  los Capetos. 


Además, esta notable continuidad regia se plasmó en una  sociedad que se terminó acostumbrando a vivir bajo la misma ley, lo que  poco a poco dio lugar a una tímida encarnación de la idea de nación, la  cual emanaba de la persona del rey, puesto que el rey era Francia. 


No  obstante, la muerte de Felipe IV y la consiguiente convulsión en la  sucesión de monarcas posterior destruyó todos los avances logrados,  pasando los Capetos a ser vistos por sus súbditos como una dinastía  envuelta en la fatalidad y la maldición.


Felipe IV el Hermoso ya desde joven se hizo amo absoluto de  todas las decisiones del reino, convirtiendo a Francia en uno de los  ejes centrales de Europa. 


A pesar de todo, nuestro protagonista  no nació como heredero al trono francés, pues no fue el primogénito de  Felipe III el Atrevido, sino su segundo vástago. 


No obstante, el destino  jugo sus cartas, pues tras el envenenamiento de su hermano mayor Luis y  su consiguiente muerte, el joven Felipe se convirtió en el heredero de  su padre, sucediéndolo en 1285.


El monarca a lo largo de su reinado destacó por su ferrea mano para el  gobierno y sus políticas restrictivas, algo que le llevó a: dominar a  los barones del reino, permitir a sus vasallos comprar su libertad,  apagar la sublevación flamenca, frenar a los ingleses en Aquitania y  subyugar al Papado, convirtiéndose con esto en uno de los principales  protagonistas de la crisis que vivió el pontificado entre los siglos  XIII y XIV.  


Felipe IV, a través del atentado de Anagni (1303) contra el  Papa Bonifacio VIII (Pontífice que había intentado excomulgar al rey  francés a través de la bula Unam Sanctam), consiguió que este  abandonara la silla de San Pedro, se nombrara a un nuevo Papa (el  francés Clemente V, aunque anteriormente le precedió durante un año  Benedicto XI) y se trasladara la sede pontificia de Roma a Avignon a  partir de 1309 hasta 1377.


Por otro lado, el éxito del gobierno real también estuvo en  la intuición que tuvo Felipe el Hermoso para saber rodearse de hombres  notables (Guillermo de Nogaret o Enguerrand de Marigny) que  supieron aconsejarle sobre el rumbo que debían seguir sus mandatos,  encaminándose la mayoría de ellos a paliar las necesidades que  experimentaba continuamente el Tesoro de Francia. 


Algo que le llevó a  poner en marcha agobiantes impuestos, a variar el valor de la moneda y a  expoliar a los judíos. 


Sin embargo, la crisis económica se hizo notable  durante su reinado, lo que llevó al reino a la ruina y al hambre,  multiplicándose como consecuencia los motines y las ejecuciones en los  patíbulos, ya que nadie podía oponerse a la autoridad real,  todos debían inclinarse ante ella, consiguiendo así Felipe IV fortalecer  el poder real francés.


Soberanía que a ojos del rey estaba garantizada, puesto que la sucesión  al trono estaba a salvo, ya que contaba con tres hijos varones sanos:  Luis X, Felipe V y Carlos IV; casados con Margarita de Borgoña, Juana de  Borgoña y Blanca de Borgoña, respectivamente. 


Junto a estos varones  contaba con una cuarta hija: Isabel, reina de Inglaterra tras su  matrimonio con Eduardo II Plantagenet. Mujer que pasará a la historia  con el nombre de la Loba de Francia, ya que fue la directora de la  revuelta de los barones ingleses contra su marido, al que acabaron  derrocando y asesinando. 


Gobernó Inglaterra tras esto, junto a su amante  Sir Roger Mortimer en nombre de su hijo Eduardo III, hasta que este  tomó las riendas de Inglaterra mandando ahorcar al amante de su madre en  1330.


La suma de todo lo anterior, nos hace ver a Felipe IV como a uno de los soberanos más poderosos de toda la Cristiandad. 


No obstante, el monarca se encontró con un poder que logró desafiarlo y oponerse a él: La orden de los Caballeros del Temple


Esta mítica organización eclesiástico-militar ostentó una gloria y una  riqueza incalculables, además gracias a su pericia financiera contó con  señoríos repartidos por toda Europa, especialmente por Francia, donde  Felipe IV también les confió el control del Tesoro.


Felipe IV aprovechó el control adquirido sobre el Papado para  poner en marcha una conspiración contra el Temple, que lo destruyera y  le permitiera hacerse con sus riquezas. 


Así, bajo el  consentimiento de Clemente V (el Papa no tenía nada en contra de la  orden), Felipe IV ordenó a su consejero Nogaret que pusiera en  marcha en 1307 un proceso jurídico contra el Temple. 


El proceso, no  exento de corruptelas e intereses oscuros  (los caballeros deberían haber  sido juzgados mediante el derecho canónico), duró siete largos años  siendo en torno a quince mil hombres apresados, torturados, asesinados y  obligados a confesar bajo tormento cargos como: sodomía, idolatría,  hechicería, entre otros; en resumen, los templarios fueron tachados de  herejes, algo que condujo a la orden hacia su destrucción.


El colofón a esta conspiración llegó en marzo de 1314 con la condena y ejecución del gran maestre de la orden Jacques de Molay,  quien fue quemado vivo en la hoguera frente a una gran multitud, tras  ser duramente torturado y arrancadas de su garganta varias confesiones  falsas, gracias a la gran labor que los torturadores de Nogaret hicieron  con el cuerpo del gran maestre. 


Sin embargo, Molay se retractó  públicamente de sus confesiones antes de ser quemado vivo y profirió una  maldición con su último aliento contra el rey, el Papa y todos los  demás actores que habían participado de su desdicha.


Clemente V inició una pugna con el rey por los bienes templarios, pero Felipe no cedió hasta años después de la disolución de la orden en Francia, cuando se decidió que las propiedades del Temple pasaran a los caballeros hospitalarios. 


Para entonces el monarca francés ya se había hecho con todo el dinero y, además de liquidar sus deudas con los templarios, en un tremendo giro de guion, se proclamó prestamista de la orden.


Quizá Felipe habría continuado con sus saqueos, pero el de los templarios fue su último golpe. 


Tras la confiscación de todos los bienes del Temple, la situación económica debió haber mejorado, sin embargo  esto no fue así, ya que rápidamente el Tesoro francés volvió a dar  síntomas de agotamiento. 


A esto se unió un problema inesperado que  corrompió la tranquilidad del reinado, el escándalo de la torre de Nesle, el cual involucró a toda la familia real,  punto de partida de la maldición que persiguió a los Capetos hasta su  final. 


Lugar que se convirtió en un espacio de lujuria elegido por las  princesas borgoñonas, Blanca y Margarita, esposas de los príncipes  franceses Carlos IV y Luis X, para mantener citas con su amantes  secretos, los hermanos normandos Philippe y Gautier D’Aunay, quienes  además contaban con la ayuda y el encubrimiento de la otra princesa,  Juana, esposa del hermano restante, Felipe V.


El engaño fue descubierto por Isabel de Francia, la única hija de Felipe IV y hermana de los príncipes humillados. Cuando el escándalo estalló y salpicó a toda la familia real, el rey se mostró implacable con sus nueras y sus amantes. 


De esta forma, tras un largo consejo y tras serles arrancadas las  confesiones de adulterio mediante torturas a los hermanos D’Aunay, se  dictó sentencia. 


Los hermanos fueron condenados a ser: enrodados,  despellejados vivos, castrados, decapitados y colgados en público. 


Por  su parte, las nueras del rey, Margarita y Blanca fueron condenadas a ser  encarceladas de por vida en la fortaleza de Château-Gaillard


Juana la  nuera restante, por cómplice y encubridora del adulterio fue condenada a  ser encerrada en el torreón de Dourdan hasta que el rey la liberase. 


Apoyada por su madre Mahaut de Artois, se reconcilió con su marido, cuando este ya era el rey Felipe V, y se convirtió en reina de Francia en 1317. 


Además, las tres nueras, fueron condenadas también a  presenciar el calvario de sus amantes en persona a través de unas  carretas tapadas con lonas.


La familia real se desmoronó puesto que la condena de sus esposas dejaba a los tres hijos de Felipe IV sin capacidad para aumentar su descendencia, poniendo en peligro a los Capetos: Luis sólo contaba con una hija,  Juana, tachada de ilegitima tras el escándalo; Carlos no tenía  descendencia alguna con Blanca; Felipe contaba con tres hijas a las que  el escándalo también podía salpicar.


Los problemas para el rey no terminaron aquí, ya que el 20 de abril de  1314, se produjo la repentina muerte del Papa Clemente V, cumpliéndose  así el primer punto de la maldición de Molay, aunque pocos días antes  también había muerto en extrañas circunstancias el caballero Guillermo  de Nogaret (principal actor del proceso y las torturas contra los  templarios), maldito también.  


La línea Capeto acabaría cuando los tres hijos de Felipe IV murieron sin herederos, siendo llamados "los reyes malditos".


Con la venida del otoño de ese mismo año de 1314, llegará el momento culmen de la maldición, ya que en el mes de noviembre se producirá la muerte del monarca tras un supuesto accidente de caza, pues cuando iba a acometer una  estocada a un ciervo quedó paralizado, siéndole más tarde diagnosticado  un derrame cerebral en una zona no motriz del cerebro. 


Lo que le llevó a  estar postrado en cama, hasta el día de su muerte, el 29 de noviembre  de 1314. 


La maldición se había cumplido en su primera fase, ya que todos  los malditos directamente por el gran maestre, habían perecido antes  del término de ese fatídico año de 1314 (Nogaret y Clemente V en abril,  el rey en noviembre), como Molay había predicho antes que las llamas de  la hoguera abrasaran su lengua.


Sus restos fueron enterrados en la basílica de Saint-Denis. A petición propia, su corazón fue llevado al monasterio de Poissy en compañía de la Gran Cruz de los Templarios


Su sepultura, como la de otros príncipes y dignatarios que reposaban en ese lugar, fue profanada por los revolucionarios en 1793.


Sus contemporáneos lo juzgaron como poseedor de una extraña expresión  facial, pues su mirada era fija y no parpadeaba durante mucho tiempo, y  de una rara belleza y un físico entero «parecía una viva imagen de la  grandeza y majestad de los Reyes de Francia>>.


Cuando murió Felipe IV, le sucedió Luis X el Obstinado, que repudió a Margarita, y posiblemente la hizo matar en prisión, casándose de nuevo poco después.


Pero Luis X murió al poco tiempo después de jugar un partido de tenis especialmente enérgico, en 1316, dejando la sucesión en una situación peligrosa. 


Tenía una hija, Juana, sobre la que pesaba la losa de la infidelidad de su madre, y un hijo nonato con su segunda esposa, Juan, llamado Juan I el Póstumo, cuando nació, pero murió poco después.


Los nobles franceses no querían a una mujer en el trono tras todo lo que había pasado, así que le dieron el trono al hermano de Luis X, Felipe V el Largo.  


Para evitarse problemas, Felipe V reactivó la Ley Sálica, para evitar que las mujeres reinasen. 


Restableció a su mujer Juana, que estaba en arresto domiciliario desde el juicio a pesar de su inocencia. 


Felipe gobernaría junto a Juana hasta 1321, año en el que murió, pero sólo tenía hijas, y gracias a la Ley Sálica, fue su hermano Carlos IV, el que heredó el trono. Juana vivió tranquila el resto de su vida.


Carlos IV el Hermoso, una vez en el trono, pidió la nulidad de su matrimonio con Blanca, que llevaba encerrada en unos calabozos desde el juicio, y la mandó a una abadía, en la que fallecería al año siguiente, Carlos IV se casó de nuevo al poco tiempo de nuevo.


Pero a pesar de sus intentos, cuando Carlos IV murió en 1328, solo lo sobrevive una hija, que estaba embarazada, así como su tercera mujer, embarazada también, pero las dos dieron a luz niñas, por lo que no quedó ningún heredero real varón para continuar con la dinastía reinante.


Como nadie quiso modificar la Ley Sálica, se tuvo que buscar a un nuevo rey fuera de la familia, el elegido fue Felipe de Valois, primo de Carlos IV, de una rama menor emparentada con los Capetos, que subió al trono como Felipe VI, pero otro de los candidatos era el rey de Inglaterra, Eduardo III, hijo de la hermana de Carlos IV, Isabel, la descubridora del escándalo que llevó a esta situación, que también tenía derechos dinásticos.


Esto motivó el comienzo de la Guerra de los Cien años, que arrastraría a Francia e Inglaterra a tan famoso enfrentamiento, y todo por no dejar gobernar a una mujer…

La llamaron “demasiado fea” para Hollywood a los 20, “demasiado vieja” a los 50 y “inempleable” a los 70.


 La llamaron “demasiado fea” para Hollywood a los 20, “demasiado vieja” a los 50 y “inempleable” a los 70.

Luego ganó un Óscar a los 72.


Ruth Gordon nació en 1896 en Quincy, Massachusetts—una ciudad obrera donde su padre trabajaba como capitán de barco y su madre se agotaba en empleos mal pagados. Ruth era pequeña, de apariencia poco convencional para los estándares de Hollywood, y estaba obsesionada con actuar desde niña. A los 19, les dijo a sus padres trabajadores que se mudaba a Nueva York para convertirse en actriz. Pensaron que estaba loca. Ruth se fue de todos modos.


Ingresó en la American Academy of Dramatic Arts en 1915. Sus compañeros se burlaban de su aspecto: medía 1,57 m, tenía rasgos poco habituales, hablaba con un fuerte acento de Boston. Los directores de casting la miraban una vez y la descartaban.

“Demasiado fea para papeles protagónicos. Demasiado rara para papeles de carácter.”

Ruth no se rindió. Estudió voz, movimiento, interpretación. Aceptó cualquier papel: figuración, suplencias, producciones sin paga.


En 1915, a los 19, debutó en Broadway. Pasó otra década antes de conseguir un papel sustancial.

Para los años 30, Ruth era una actriz respetada del teatro—conocida por interpretar mujeres fuertes e inteligentes en obras de Shaw, Ibsen, Chéjov. Era buena. Los críticos la elogiaban. Pero a Hollywood no le importaban las credenciales teatrales si no parecías una estrella de cine.


Lo intentó de todos modos. En 1940, a los 44 años, interpretó a Mary Todd Lincoln en Abe Lincoln in Illinois. La nominaron al Óscar.

Luego Hollywood decidió que era demasiado mayor para papeles románticos y no lo bastante interesante para papeles secundarios. Durante los siguientes 25 años, Ruth trabajó de forma esporádica: algún papel teatral, pequeños roles en cine, largos periodos de desempleo.


Se casó dos veces. Su primer matrimonio terminó mal. Su segundo marido, Garson Kanin, era escritor/director, 16 años menor. Se casaron en 1942 y se volvieron socios creativos: juntos escribieron guiones como Adam’s Rib y Pat and Mike (las películas de Katharine Hepburn y Spencer Tracy).

Pero Ruth quería actuar, no solo escribir. Y nadie contrataba a una mujer de 50 o 60 años para papeles importantes.


A mediados de los 60, Ruth tenía casi 70 y estaba prácticamente sin trabajo. La industria la había borrado.

Entonces llamó Roman Polanski.


Polanski estaba buscando elenco para Rosemary’s Baby (1968), una película de terror sobre una mujer cuyos vecinos son parte de un culto satánico. Quería a Ruth para interpretar a Minnie Castevet, la vecina del infierno: entrometida, parlanchina, con una amabilidad tan intensa que escondía algo siniestro.

Ruth tenía 71 años. El papel requería energía, malicia y un timing cómico perfecto. Polanski se arriesgó.


La actuación de Ruth es extraordinaria. Es a la vez divertidísima y aterradora: una vecina metomentodo que parece encantadora… hasta que descubres que ayuda a Satanás a embarazar a Mia Farrow. El papel podía haber terminado en caricatura. Ruth lo hizo escalofriante.


Cuando se anunciaron las nominaciones, Ruth Gordon—de 71 años, ignorada por Hollywood durante décadas—fue nominada como Mejor Actriz de Reparto.

Ganó.


En los Óscar de 1969, Ruth subió al escenario con un sombrero de paja y aquel mismo acento de Boston que Hollywood había ridiculizado cincuenta años antes.

“No puedo decirles lo alentador que es algo como esto”, dijo, aferrada al Óscar. “Quiero agradecer a todos los que dijeron ‘No’ a lo largo del camino, porque han hecho este momento mucho más dulce.”


Ruth Gordon, a los 72 años, acababa de ganar su primer Óscar.


Rosemary’s Baby la hizo famosa. De pronto, la mujer que Hollywood había ignorado durante décadas era solicitada. Los directores querían “a la viejita de Rosemary’s Baby”.

Ruth trabajó sin parar durante sus 70:


Harold and Maude (1971)—interpretando a Maude, una mujer de 79 años que enseña a un joven obsesionado con la muerte a abrazar la vida. Al principio fue un fracaso, luego un clásico de culto, y convirtió a Ruth en un ícono para generaciones de inadaptados.


Where’s Poppa? (1970)


Every Which Way But Loose (1978)—interpretando a la madre de Clint Eastwood


Apariciones en televisión, comerciales, teatro


Se volvió conocida por interpretar mujeres mayores excéntricas, valientes, que se negaban a ser invisibles. Porque eso era Ruth: excéntrica, valiente, negándose a desaparecer.


En entrevistas era directa: “Lo más difícil de envejecer no es morir. Es que te ignoren. Yo sigo aquí. Sigo trabajando. ¿Por qué debería desaparecer?”

Y no lo hizo.


Ruth trabajó hasta los 88. Su última película, Maxie, se estrenó en 1985, el año en que murió.

El 28 de agosto de 1985, Ruth murió en su casa en Martha’s Vineyard. Tenía 88 años. Su esposo Garson estaba con ella. Había sufrido un derrame cerebral.

No hubo funeral público. Solo un homenaje privado con amigos cercanos.


Ruth vivió 88 años—70 de ellos como actriz. Le dijeron que era demasiado fea, demasiado vieja, demasiado rara, poco vendible. La rechazaron, estuvo desempleada, la ignoraron.

Y luego, a los 72, ganó un Óscar y se volvió una leyenda.


Esto es lo que realmente significa la historia de Ruth Gordon:

No trata de morir con gracia. Trata de negarse a desaparecer cuando el mundo quiere borrarte.

A Ruth le dijeron a los 20 que nunca tendría éxito porque no parecía una estrella. Tuvo éxito igual—en el teatro, en sus propios términos.

Le dijeron a los 50 que era demasiado mayor para Hollywood. Siguió trabajando—escribió guiones cuando no conseguía papeles.

Le dijeron a los 70 que era inempleable. Ganó un Óscar a los 72 y se volvió más famosa que nunca.


Harold and Maude pregunta: ¿qué significa vivir de verdad? La respuesta de Maude—la respuesta de Ruth—es negarse a aceptar los límites que otros imponen, mantenerse curiosa, elegir la alegría incluso cuando el mundo quiere que seas silenciosa e invisible.


Ruth no se fue en silencio. Trabajó hasta los 88. Interpretó personajes extraños, difíciles, sin vergüenza. Hizo que envejecer pareciera una aventura en lugar de un final.

Ruth Gordon medía 1,57 m, era de aspecto peculiar, hablaba con un acento que Hollywood detestaba. Fue rechazada durante 50 años antes de ganar un Óscar a los 72.


Enseñó a toda una generación de actores—especialmente mujeres—que no hacía falta ser joven, ni bella, ni convencional para importar.


La última frase de Harold and Maude pertenece a Maude: “Sal y ama un poco más.”

Ruth lo hizo. Durante 88 años. Hasta el día en que murió.


La llamaron demasiado fea a los 20, demasiado vieja a los 50, inempleable a los 70.

A los 72, ganó un Óscar y dijo: “Gracias a todos los que dijeron ‘No’, porque hicieron este momento más dulce.”

Ruth Gordon no se desvaneció con gracia. Brilló hasta el final.

Y esa es la historia que vale la pena contar.