En la antigua Roma existía un castigo tan extraño como brutal: la poena cullei, o “castigo del saco”. Estaba reservado para quienes cometían uno de los crímenes más aborrecidos por la sociedad romana: el parricidio, es decir, el asesinato de un familiar cercano, como un padre, una madre o un hermano.
Se cree que su origen se remonta a la República Romana, quizá hacia el siglo II a. C. El procedimiento era tan cruel como simbólico. El condenado era cosido dentro de un saco de cuero junto con varios animales vivos: una serpiente, un gallo, un perro y, en algunas versiones, incluso un mono. Una vez cerrado el saco, era arrojado al río, donde la víctima moría ahogada mientras compartía sus últimos instantes con aquellas criaturas, presas del pánico y la desesperación.
Este suplicio, documentado por autores como Cicerón y Suetonio, no solo castigaba físicamente, sino que buscaba borrar la existencia misma del culpable, aislándolo del mundo y de la tierra de los vivos. Para los romanos, la familia era la base del orden social, y atentar contra ella era desafiar el núcleo de la civilización.
El “castigo del saco” fue, así, una advertencia viva y sangrienta de lo que significaba romper los lazos sagrados de sangre y de respeto a la autoridad paterna. No solo se trataba de infligir dolor, sino de enviar un mensaje que el pueblo no olvidara.
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