Hoy hablo de Galicia, tierra de encantos y de raíces profundas, de nieblas que guardan la memoria y de caminos que siempre conducen al origen. Galicia no es solo un territorio: es un latido antiguo que se reparte entre montes, ríos, rías y aldeas pequeñas donde el tiempo aprendió a caminar despacio.
Galicia se extiende hoy en 313 municipios, pero su verdadera esencia se descompone en algo mucho más íntimo y singular: sus 3.771 parroquias. Esa red parroquial, tan propia y tan arraigada, hace de Galicia un mosaico humano único en Europa. Aquí, más que de fronteras administrativas, se habla de pertenencia. Cada parroquia es un mundo, una familia ampliada, un nombre que se pronuncia con orgullo aunque muchas veces ni sepamos con exactitud dónde empiezan o terminan sus límites.
El origen de esta organización se pierde en la noche de los siglos. Ya en el siglo VI, en tiempos del reino suevo, Galicia fue estructurada eclesiásticamente en lo que se conoce como el Parroquial Suevo, o División de Teodomiro, uno de los documentos más antiguos que describen el territorio gallego con sorprendente precisión. Desde entonces, la parroquia no fue solo un espacio religioso, sino también social, cultural y afectivo.
En Galicia, las aldeas son el alma del país. Pequeñas, dispersas, a veces casi invisibles para el mundo moderno, pero llenas de vida interior. En ellas habitan los recuerdos, las historias contadas al calor de la lareira, los nombres de los que emigraron y los silencios de los que quedaron. Cada aldea tiene su encanto, su paisaje, su voz propia.
Galicia es mar y montaña, es lluvia que no entristece y verde que consuela. Es un país de emigrantes y de regresos soñados, de saudade que no duele, pero acompaña. Una tierra que no se explica solo con mapas, sino con memoria, con sentimiento y con respeto.
Hablar de Galicia es hablar de lo pequeño que se vuelve grande, de lo antiguo que sigue vivo, y de un pueblo que, pese al paso del tiempo, no ha olvidado quién es ni de dónde viene.

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