En 1783, el rey Jorge III le preguntó a un pintor estadounidense qué haría George Washington ahora que prácticamente había ganado la guerra. El pintor respondió que el general tenía la intención de regresar a su granja en Virginia. El rey se quedó atónito. Supuestamente dijo: «Si hace eso, será el hombre más grande del mundo».
A lo largo de la historia, los generales victoriosos casi siempre se apoderaban del trono. Desde César hasta Cromwell, el éxito militar solía significar dictadura política. La idea de renunciar voluntariamente a un poder casi absoluto era, en la práctica, una fantasía. ¿Quién dejaría escapar algo así de entre sus manos?
Pero George Washington no era como los demás.
En 1781, la rendición británica en Yorktown había sellado el destino de la guerra, pero el conflicto no terminó de un día para otro. Las tropas seguían acuarteladas, los oficiales llevaban meses —algunos, años— sin cobrar. El Congreso Continental estaba endeudado, dividido y desprestigiado. En esos meses de incertidumbre, el ejército americano era la única institución verdaderamente organizada y respetada… y estaba en manos de un solo hombre.
En marzo de 1783 estalló la llamada Conspiración de Newburgh. Varios oficiales, hartos de promesas vacías, empezaron a hablar en voz baja de marchar sobre el Congreso o incluso de poner una “monarquía americana” bajo la dirección de Washington. Tenían las armas. Tenían la disciplina. Tenían la rabia.
Solo faltaba una cosa: saber si Washington diría que sí.
El general acudió a la reunión de oficiales. El ambiente estaba cargado de tensión, de rumores, de ambición contenida. Si en ese momento Washington pronunciaba una sola palabra de apoyo al complot, la historia del mundo daba un giro. En lugar de eso, sacó una carta del bolsillo. Empezó a leer, pero se detuvo. Se colocó unas gafas que casi nadie le había visto usar y dijo, con voz cansada: «Caballeros, no solo me he encanecido al servicio de mi país; ahora me encuentro también casi ciego».
La sala se derrumbó en lágrimas. La conspiración se desinfló. Washington no había dado un golpe sobre la mesa; había dado un golpe sobre la conciencia de sus hombres.
Para el 4 de diciembre de 1783, el Tratado de París había ratificado la paz, y la independencia de los Estados Unidos era un hecho. Washington mandaba un ejército poderoso, veterano y que lo adoraba. Muchos de sus oficiales seguían sin cobrar y estaban furiosos con el ineficaz Congreso. Tenían las armas, los hombres y la lealtad necesarios para instaurar a un nuevo monarca.
Él podría haber sido el rey Jorge I de América.
En lugar de eso, ese día entró en el Long Room de la taberna Fraunces, en el sur de Manhattan. El salón estaba lleno de sus oficiales más leales, hombres como Henry Knox y el barón von Steuben, que se habían congelado con él en Valley Forge, habían cruzado el Delaware a medianoche y habían sangrado a su lado durante ocho largos años. No era un salón cualquiera: era, de algún modo, el último escenario de la Revolución.
El ambiente no era festivo. Nadie brindaba por conquistas futuras ni por títulos nobiliarios. Estaba cargado con la tristeza de una separación inevitable. Washington, normalmente estoico y reservado, sirvió una copa de vino y miró a sus hermanos de armas con una emoción que no se tomó el trabajo de ocultar.
«Con el corazón lleno de amor y gratitud, ahora me despido de ustedes», dijo con la voz quebrada. «Deseo fervientemente que sus últimos días sean tan prósperos y felices como sus días pasados han sido gloriosos y honorables».
No les dio órdenes. No les pidió que lo siguieran a una nueva campaña. No exigió su lealtad para un futuro gobierno personal. Los abrazó.
Uno por uno, aquellos soldados endurecidos lloraron abiertamente. Washington abrazó a cada hombre en silencio, como si se despidiera no solo de ellos, sino de un capítulo entero de su vida. No hubo pompa, ni ceremonia grandilocuente, ni discursos sobre futuros imperios. Solo fue una despedida tranquila entre guerreros que habían hecho lo imposible… y que aún no sabían qué clase de país nacería de sus sacrificios.
En ese momento, el camino más fácil habría sido muy distinto. Washington podría haber mantenido al ejército bajo su mando “hasta que el Congreso cumpliera sus obligaciones”. Podría haber presionado, negociado, intimidado. Un pequeño movimiento de sus tropas en dirección equivocada, y la joven república se habría convertido en una dictadura “provisional”. ¿Cuántas veces en la historia había empezado así un régimen perpetuo?
Pero no fue lo que hizo.
Inmediatamente después de salir de la taberna, Washington no marchó sobre el Congreso para exigir pago o poder. No convocó al pueblo para proclamarlo “protector de la nación”. En lugar de eso, cabalgó hasta Annapolis, Maryland, donde se reunía el Congreso. El 23 de diciembre de 1783, entró en la asamblea vestido con su uniforme militar. Los delegados lo miraban con una mezcla de gratitud y temor: sabían que el hombre que estaba de pie ante ellos podía, si lo deseaba, disolverlos con una sola orden.
Washington se levantó y, en uno de los gestos más sorprendentes de la historia política, renunció formalmente a su cargo de comandante en jefe. Devolvió su comisión, se inclinó ante el Congreso… y se despojó del poder que muchos hubieran matado por conservar.
Luego, simplemente, volvió a casa.
Regresó a Mount Vernon, su plantación en Virginia, decidido a vivir como un caballero agricultor. Se ocupó de sus campos, de la gestión de sus tierras, de mejorar la producción, de experimentar con nuevos cultivos. Tras años en campamentos helados y campos de batalla, eligió el barro de la granja por encima del mármol del palacio.
Hizo lo imposible.
Rechazó la corona.
Confió en el pueblo.
Al retirarse, se aseguró de que los Estados Unidos serían una república gobernada por leyes, no un reino gobernado por la espada. Demostró que el ejército sirve al pueblo y a sus representantes, y no al revés. Marca la diferencia entre una revolución que termina en libertad y otra que termina en tiranía.
El mundo observó con asombro cómo el Cincinato americano devolvía su espada a la vaina, demostrando que el carácter es la constitución más fuerte de todas. En las cortes europeas, los monarcas y ministros se preguntaban cuánto duraría un sistema así, construido sobre la renuncia voluntaria al poder. ¿Sería un experimento pasajero… o el inicio de una nueva era?
Washington, mientras tanto, arando sus campos en Virginia, parecía no preocuparse por esas preguntas.
Lo que nadie sabía entonces —y lo que mantiene al lector en vilo— es que la historia aún no había terminado con él. El hombre que había renunciado al poder sería llamado de nuevo, años más tarde, para enfrentarse a otra decisión: ¿podía alguien que una vez había rechazado ser rey negarse a servir cuando su país, tembloroso y recién nacido, le pidiera que volviera?
Pero esa ya es otra historia.




