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La Catedral que casi se hunde: A comienzos del siglo XX, la majestuosa Catedral de Winchester estaba a punto de colapsar. El terreno pantanoso de turba hacía que sus muros se hundieran lentamente, y bombear el agua para repararla habría provocado su derrumbe total. Entre 1906 y 1911, un solo hombre —William Walker, un buzo profesional— se sumergió día tras día bajo el templo, trabajando en completa oscuridad para salvar uno de los monumentos más antiguos de Inglaterra.
El héroe invisible bajo el agua: Walker descendía hasta 6 metros de profundidad, seis horas diarias, en un agua tan turbia que ni las lámparas podían penetrar. A lo largo de cinco años, colocó con sus propias manos 25 800 sacos de cemento, 114 900 bloques de hormigón y 900 000 ladrillos, apuntalando los cimientos de los muros sur y este. Sin su intervención, la catedral —de más de 900 años de antigüedad— habría desaparecido bajo el suelo de Hampshire.
Una vida de sacrificio y precisión: Durante la obra, Walker viajaba cada fin de semana en bicicleta 70 millas hasta South Norwood para ver a su familia y regresaba el lunes en tren. Fue reconocido por su disciplina y precisión: los ingenieros afirmaron que “había puesto los cimientos de toda una catedral”, algo que ningún otro hombre había hecho jamás.
Del anonimato al honor real: Al concluir las obras, el 15 de julio de 1912, el arzobispo de Canterbury presidió un servicio de acción de gracias donde el rey Jorge V le entregó una rosa de plata en reconocimiento. Ese mismo año fue nombrado Miembro de la Real Orden Victoriana (MVO) por su hazaña subacuática.
Un final trágico, un legado inmortal: Walker murió en 1918, víctima de la pandemia de gripe española, a los 48 años. Su tumba en Londres lleva la inscripción: “El buzo que con sus propias manos salvó la Catedral de Winchester.” Hoy una estatua y un pub en la ciudad llevan su nombre, recordando que, en la oscuridad bajo el agua, un solo hombre sostuvo la fe y la piedra de todo un imperio.
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