domingo, 16 de noviembre de 2025

En los primeros años de la década de los ochenta, cuando Hollywood dominaba las salas




 En los primeros años de la década de los ochenta, cuando Hollywood dominaba las salas con superproducciones como *El Imperio Contraataca*, *El Resplandor* o *Fama*, una pequeña película africana, sin efectos especiales ni estrellas reconocidas, comenzó a abrirse paso en silencio. *Los dioses deben estar locos* no tenía presupuesto ni respaldo internacional. Tenía algo más poderoso: una historia sencilla, contada desde la mirada de alguien que nunca había visto una cámara, ni sabía qué era actuar. Su protagonista, N!Xau, no era actor. Era un granjero bosquimano que vivía en el desierto del Kalahari y que, sin saberlo, estaba a punto de convertirse en el rostro más querido del cine mundial.

La película narraba cómo una botella de Coca-Cola, arrojada desde un avión, alteraba la vida de una comunidad indígena que la interpretaba como un regalo divino. Lo que para el mundo moderno era basura, para Xi —el personaje de N!Xau— era un objeto sagrado. Esa mirada inocente, sin cinismo, sin codicia, era también la de N!Xau fuera de cámara. No entendía por qué debía repetir tomas, ni por qué le daban dinero. Dormía en el suelo de su habitación de hotel, se negaba a usar la cama, y a pesar de todo lo recaudado por la cinta, tan solo le pagaron 300 dólares, los cuales dejó volar con el viento. No sabía qué hacer con los billetes. Mucho menos sabía que entraría en la historia del cine.
Mientras *Los dioses deben estar locos* se mantenía en cartelera durante casi dos años, compitiendo con películas que costaban millones, N!Xau regresaba a su poblado entre rodajes para evitar el choque cultural. El equipo lo protegía, pero también lo observaba con una mezcla de fascinación y desconcierto. ¿Cómo podía alguien tan ajeno al mundo moderno transmitir tanta verdad en pantalla? La respuesta estaba en su forma de ver el mundo. Para él, todo era magia. Los aviones, las cámaras, los hoteles. Nada lo impresionaba porque no lo juzgaba. Simplemente lo aceptaba. Como Xi, su personaje, que decide devolver la botella a los dioses porque no quiere que su comunidad se destruya por un objeto que no entiende.
Ese paralelismo entre ficción y realidad fue lo que convirtió a N!Xau en un fenómeno global. No actuaba. Era. Y eso bastaba. Su rostro transmitía una ternura que cautivaba al espectador. Nunca aprendió a contar más allá de veinte, pero supo negociar un contrato justo para la segunda película. Con ese dinero, construyó una casa para sus esposas e hijos, con agua corriente y electricidad. Compró un coche, pero se negó a conducirlo. Contrató a un chófer. No por capricho, sino porque no entendía por qué debía aprender algo que no necesitaba.
Viajó a Francia, a China, a Hong Kong. Filmó secuelas no oficiales que lo alejaron del director original, Jamie Uys, pero nunca perdió su esencia. Cuando terminó su carrera como actor, volvió al Kalahari. Allí vivió sus últimos años en paz cultivando y criando animales. Se convirtió al cristianismo, fue bautizado, y murió solo, en medio del desierto, tras salir a buscar leña. Tenía unos 59 años. Su muerte fue silenciosa, como su vida antes de la fama. Pero su legado sigue vivo. Porque N!Xau no fue una estrella. Fue un puente. Entre dos mundos. Entre el cine y la verdad. Entre la risa y la ternura.
Y aunque nunca entendió del todo qué era actuar, nos enseñó que a veces, para conmover al mundo, basta con mirar una botella como si fuera sagrada. Fue el rostro de una película que, sin pretensiones, logró lo imposible: competir con los titanes de Hollywood y recordarle al mundo que la risa, la ternura y la crítica pueden venir de los rincones más inesperados.
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