En 1847, una viuda eligió más alto de sus esclavos para generar una nueva línea con sus cinco hijas
La hacienda San Rafael se extendía como un mar de caña de azúcar bajo el sol implacable de Veracruz. Era 1847 y México apenas se recuperaba de la invasión estadounidense mientras las estructuras coloniales seguían arraigadas en tierras como aquella. Doña Catalina Montes de Oca enviudó tres meses atrás cuando su esposo, don Ernesto, cayó fulminado por la fiebre amarilla que asolaba la costa.
A sus años quedó al mando de 200 heectáreas 37 esclavos. Aunque la esclavitud había sido abolida oficialmente en haciendas remotas, las viejas costumbres persistían bajo nuevos nombres, y cinco hijas sin casar, cuyas edades iban de los 19 a los 26 años. La viuda era una mujer de voluntad férrea, moldeada por una vida de privilegios.
pero también de pragmatismo brutal. Sus hijas Magdalena, Rosario, Clemencia, Beatriz y La Menor Socorro habían sido educadas para casarse con ascendados o comerciantes prósperos. Pero la guerra había diezmado las fortunas de muchas familias y los pretendientes escaseaban. La línea de los montes de Oca, con su supuesta pureza de sangre y apellidos ilustres, corría peligro de extinguirse.
Doña Catalina no permitiría que el imperio que su difunto esposo construyó cayera en manos ajenas por falta de herederos varones. Si te gusta esta historia, suscríbete al canal y déjame en los comentarios desde dónde nos estás viendo. Ahora sigamos con lo que sucedió. Una tarde sofocante de julio, doña Catalina ordenó a su capataz un mestizo llamado Evaristo, que reuniera a todos los esclavos varones en el patio principal.
Los hombres llegaron desconcertados, quitándose los sombreros de palma y agachando las cabezas ante la presencia de la patrona. Ella los observó uno por uno con ojos calculadores, como quien evalúa ganado en el mercado. Su mirada se detuvo en Tomás, un hombre de origen africano que destacaba no solo por su altura medía casi 2 m, sino por su constitución poderosa y rasgos marcados.
Tenía 31 años y había llegado a la hacienda 15 años atrás, traído desde el puerto cuando aún era un adolescente asustado que apenas hablaba español. "Tú,", señaló doña Catalina, "¿Cómo te llamas?" "Tomás, mi señora", respondió él con voz grave, manteniendo la vista en el suelo. "Mírame cuando te hablo", ordenó ella.
Tomás levantó lentamente sus ojos oscuros hasta encontrarse con la mirada penetrante de la viuda. Desde hoy tus responsabilidades cambiarán. Evaristo te dará instrucciones. Los demás esclavos fueron despedidos y regresaron a los campos, murmurando entre ellos, sin comprender qué hacía especial a Tomás. El hombre tampoco entendía, pero obedeció cuando el capataz lo condujo a una habitación en la casa principal, algo inaudito....




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