La fotografía es alegre, sí, pero tiene esa alegría rota que solo conocen quienes han aprendido a reír con el estómago vacío. En Vallecas —cuando Vallecas era un mar de chabolas que brotaban por la noche como hongos clandestinos— bastaba un amanecer para que la Guardia Civil decidiera si aquel milagro de tablas, uralita y cartón tenía permiso para seguir respirando. Porque con Franco, ya se sabe, se vivía tan bien que hasta las casas había que construirlas a escondidas, como si la pobreza fuese un delito o una indecencia.
Los vecinos levantaban sus chabolas con la misma prisa con la que otros levantaban brindis en los salones del régimen, las mesas de los señoritos el caviar relucía y el champán francés corría como si la guerra hubiese sido solo una molestia estética. Que algunos al leer esto dirán que habíamos salido de una guerra, pero hacía más de veinte años que había terminado. Aquí no: aquí se sobrevivía con gachas de harina de almortas, prohibidas por provocar latirismo, esa condena silenciosa que iba torciendo piernas y vidas. Pero era lo que había para almorzar, para comer y, si sobraba —que no solía— también para cenar.
Pero mira la foto: parecen estar celebrando algo. Y quizá lo estaban. En los barrios pobres la alegría no era un derecho, era un acto de resistencia. Las mujeres bailaban como si sus pies no pisaran barro, como si el polvo no se les metiera en los pulmones, como si no existieran los desalojos, ni los insultos, ni el miedo. Una levantaba los brazos y el aire se llenaba de música que nadie tocaba; otra reía y la risa se convertía en manta para los críos que tiritaban. Había quien juraba que, cuando bailaban así, las chabolas se estiraban un poquito más, como si quisieran parecer casas de verdad. Alegría, lo llamarán ahora; supervivencia, lo llamaban ellas.
Porque cuando llegaba la Guardia Civil —dos tricornios, tres fusiles y una orden escrita con tinta dictada por togas malolientes de soberbia— la fiesta se helaba. Los niños dejaban los panderos, las madres se ponían delante, los hombres se encogían para parecer menos culpables de existir. Y eso, porque todavía no había nacido Ana Botella, que de haber existido les habría regalado las chabolas a un fondo buitre para que se forrase su hijo.
—Esta chabola no tiene techo —decían los picoletos. Y eso bastaba.
Era verdad: muchas veces no lo tenía. Había sido un lujo que no dio tiempo a construir esa noche, porque la miseria tampoco entiende de horarios.
Entonces los guardias señalaban, mandaban derribar, y todo aquello que había costado semanas de noches sin dormir volvía a ser escombro. Pero al día siguiente, cuando el cielo se ponía oscuro y el régimen dormía tranquilo en sus palacetes, ellos volvía a construir. Un techo, una pared, un sueño. Y así una y otra vez, como quien reza sin fe pero por pura necesidad.
La seducción del blanco y negro podría hacernos creer que todo esto pertenece a un pasado noble o romántico. Pero cualquier tiempo pasado fue simplemente anterior. No mejor. Mejor, solo la juventud que no vuelve.
Que esta imagen —esta danza entre ruinas— no nos engañe: bailaban para olvidar, sí, pero también para desafiar. Porque, aunque algunos insistan en que «con Franco se vivía mejor», basta mirar los pies descalzos, las faldas remendadas, la sonrisa que es casi un acto político de rebeldía… para entender que la memoria, cuando se ilumina, no admite consignas ni nostalgias impostadas.
Y sin embargo, ahí están: bailando.
En un barrio que no existía en los mapas, en un país que les dio la espalda, en una dictadura que quiso borrarles hasta el techo. Bailando, como si un día la vida fuera a ponerse de su parte. Bailando, porque a veces la alegría —aunque breve— era la única victoria posible.
P.D. Mi último libro, «Las abarcas desiertas», ya está a la venta. Un regalo muy adecuado para estas fechas. Como «Magdalenas sin azúcar», creo o quiero creer, que no dejará indiferente a nadie que lo lea.
La fotografía, creo que es de Vallecas, cuando era un barrio de chabolas construido de manera clandestina, en muchas ocasiones, sin saber si la Guardia Civil llegaría y mandaría su derribo por orden de uno de esos jueces tan"justos".


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