Me sacó lagrimas esta historia...
La tarde caía suave sobre el jardín cuando el abuelo Tomás encontró a su nieta Carmen sentada en el columpio, con los ojos enrojecidos. Tenía apenas seis años y acababa de regresar de su primera clase de ballet.
—¿Qué pasa, mi cielo? —preguntó, acomodándose en el banco cercano con ese crujir de huesos que ya era parte de él.
—No sé bailar, abuelo. Todos en la clase pueden y yo... yo solo me tropiezo —sollozó la niña.
Tomás sonrió con ternura y extendió su mano arrugada.
—Ven acá. Te voy a enseñar un secreto que me enseñó mi padre, y él aprendió del suyo.
Carmen se acercó despacio, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. El abuelo se puso de pie con esfuerzo y buscó en su viejo radio una estación que tocara música suave. Cuando encontró un vals, le hizo una reverencia exagerada que arrancó una risita de la pequeña.
—El truco, mi amor, es que no tienes que saber los pasos todavía. Solo tienes que confiar.
Con cuidado, levantó a Carmen y colocó los pequeños pies de la niña sobre sus zapatos gastados. Ella se aferró a sus manos, insegura al principio, pero cuando él comenzó a moverse lentamente al ritmo de la música, sus ojos se iluminaron.
—¿Ves? Así tu abuela aprendió a bailar conmigo cuando éramos novios. Y así yo aprendí con mi papá.
Giraban por el jardín, los pies diminutos sobre los grandes, siguiendo el compás del vals. Carmen reía ahora, sintiendo la magia de flotar sin esfuerzo, guiada por el amor y la paciencia de su abuelo.
Esa tarde se convirtió en un ritual. Cada vez que Carmen visitaba a su abuelo, terminaban bailando en el jardín. Con el tiempo, ella ya no necesitaba pararse sobre sus pies, pero de vez en cuando lo hacía, solo por el placer de sentirse niña de nuevo.
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Pasaron los años. Carmen creció, se graduó, conoció a Daniel, se enamoró. El abuelo Tomás ya caminaba más despacio, su espalda más encorvada, pero sus ojos seguían brillando con la misma luz cuando miraba a su nieta.
Cuando Carmen anunció su boda, lo primero que hizo fue pedirle que la acompañara en el vals del padre. Pero el abuelo negó suavemente con la cabeza.
—Ese baile le corresponde a tu papá, mi amor. Yo estaré feliz viéndote desde mi mesa.
Tres semanas antes de la boda, el corazón del abuelo Tomás decidió que era tiempo de descansar. Se fue en paz, una tarde de domingo, con el radio tocando un vals de fondo.
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El día de la boda, Carmen estuvo radiante, aunque todos notaron la tristeza que asomaba detrás de su sonrisa. Cuando llegó el momento del vals, caminó hacia su padre, quien esperaba con los brazos abiertos.
Pero antes de comenzar a bailar, Carmen hizo una señal al DJ. La música cambió al vals que su abuelo solía poner en aquel viejo radio del jardín.
—Papá —susurró—, ¿puedo pedirte algo muy especial?
Su padre asintió, con los ojos ya húmedos porque intuía lo que vendría.
Carmen se quitó los zapatos de tacón. Luego, con lágrimas rodando por sus mejillas, subió sus pies descalzos sobre los zapatos de su padre.
Un silencio se extendió por el salón. Los invitados observaban sin entender del todo, hasta que el padre de Carmen, conteniendo su emoción, comenzó a moverse al compás del vals, tal como su padre había hecho décadas atrás.
—Esto es por el abuelo —anunció Carmen con voz temblorosa pero clara—. Él me enseñó que bailar no es saber los pasos perfectos, sino confiar en quien te guía. Él me enseñó que el amor se transmite así, de pies a pies, de corazón a corazón.
Padre e hija giraron lentamente por la pista, ella sobre sus pies, como cuando era niña. No había técnica perfecta ni movimientos ensayados. Solo había amor, memoria y gratitud.
Cuando la música terminó, todos los invitados se pusieron de pie. No hubo aplauso de inmediato, solo ese silencio respetuoso que precede a las lágrimas compartidas. Luego, una ovación que parecía extenderse más allá del salón, como si pudiera alcanzar el cielo mismo.
Carmen miró hacia arriba y sonrió. Sabía que, desde algún lugar entre las nubes, su abuelo Tomás la había visto bailar. Y que, de alguna manera imposible de explicar pero fácil de sentir, habían bailado juntos una última vez.
El vals había terminado, pero la danza del amor continuaba, transmitiéndose de generación en generación, sobre los pies de quienes nos enseñaron a volar sin despegarnos del suelo.
Créditos al autor.
Tomado de la Red.
Fomentando la lectura. 






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