martes, 18 de noviembre de 2025

En la Unión Soviética de los años treinta, la lealtad podía durar menos que un suspiro.




 En la Unión Soviética de los años treinta, la lealtad podía durar menos que un suspiro.

Y ningún ejemplo ilustra mejor esa época de sombras que la historia de Henrikh Yagoda, jefe de la NKVD, y de su esposa, Ida Averbakh.
Ida no era una figura menor. Intelectual, militante convencida del proyecto soviético, en 1936 escribió una frase que hoy resuena con un eco trágico:
“El GULAG es un medio ideal para transformar la peor materia humana en constructores activos del socialismo”.
Un año después, aquel mismo sistema que ella defendió la declaró enemiga del pueblo. Fue arrestada, enviada al GULAG y ejecutada con un disparo en la nuca.
La “reeducación” que tanto había elogiado se convirtió en su sentencia.
Pero detrás de su caída estaba la caída aún más ruidosa de su esposo.
Henrikh Yagoda —fiscal implacable, responsable directo de miles de arrestos, torturas y condenas a campos de trabajo— cometió un error fatal:
ser útil solo hasta el día en que Stalin dejó de necesitarlo.
Todo estalló tras un episodio casi absurdo. Máximo Gorki, el escritor más influyente del régimen, pidió permiso para viajar a Italia por motivos de salud. La llamada llegó al Kremlin en un tono que Stalin consideró insolente.
La respuesta del líder fue un frío recordatorio disfrazado de metáfora:
un avión llamado “Máxim Gorki” había caído porque “volaba demasiado alto”.
El mensaje era claro:
el escritor también estaba volando donde no debía.
Stalin llamó entonces a Yagoda y le ordenó “ocuparse de Gorki”.
Poco después, el escritor enfermó y murió.
En aquella época, las coincidencias eran demasiado precisas para ser coincidencias.
Y como ocurría siempre en el círculo del poder estalinista, una vez cumplida la función, el ejecutor se convertía en futuro ejecutado.
La caída de Yagoda fue tan teatral como cruel.
Stalin lo acusó de traición, conspiración y espionaje —cargos que él mismo había utilizado contra miles—
y ordenó que presenciara la ejecución de catorce condenados antes de enfrentarse a la suya.
Era el tipo de ironía que definía el terror.
Ida e Yagoda, figuras centrales del aparato represivo, desaparecieron en 1937 sin que quedara ni memoria oficial ni funerales, tan solo un hueco en los archivos y una advertencia silenciosa:
en el gran proyecto soviético, nadie estaba a salvo, ni siquiera quienes lo habían construido a base de miedo.
Hoy, cuando algunos evocan con nostalgia la Unión Soviética, es imposible no recordar estas historias.
Porque más allá de los discursos, la planificación y la propaganda, hubo vidas quebradas, familias destruidas y un país entero gobernado por el temor.
Una época donde el poder podía levantar imperios…
y borrarlos con el mismo trazo.
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