En 2021, en las orillas del Lago Baringo en Kenia, comenzó una de las misiones de rescate más audaces y compasivas en la historia de la vida silvestre: una carrera contra el tiempo para salvar a nueve jirafas Rothschild raras del implacable poder de la naturaleza.
Los niveles del agua habían subido repentinamente, engullendo lo que antes era su refugio seguro — la península de Longicharo — transformándola en una isla inundada, aislada del continente.
Con cada semana que pasaba, su suministro de alimento se agotaba, y las jirafas, normalmente símbolos de gracia y serenidad, empezaron a mostrar signos de hambre, confusión y miedo.
No había escape.
Si se quedaban atrás, desaparecerían lentamente en las aguas — olvidadas, invisibles.
Pero entonces intervino la humanidad.
Una coalición de grupos conservacionistas kenianos e internacionales se unió para intentar lo imposible:
trasladar jirafas adultas — algunas de más de cinco metros de altura — a través de aguas profundas infestadas de cocodrilos, de manera segura.
¿Cómo transportar criaturas enormes y delicadas, que temen al agua… en un bote?
La respuesta fue un golpe de genialidad: una balsa flotante hecha a medida llamada “GiRaft” — una combinación de “giraffe” y “raft”.
Era masiva, plana y estable — lo suficientemente fuerte para soportar el peso de una jirafa, y diseñada para mantenerla calmada y segura durante todo el trayecto.
Pero los peligros estaban por todas partes:
• El riesgo de que las jirafas entraran en pánico y volcaran la balsa.
• Tormentas y olas repentinas que podían arruinarlo todo.
• El desafío de mantener a los animales tranquilos sin tranquilizantes.
• Y, bajo la superficie, los cocodrilos del Lago Baringo.
Cada rescate era una historia propia — ejecutada con cuidado y paciencia.
Primero, el equipo guiaba a la jirafa suavemente hacia un corral estrecho, le colocaba arneses de soporte y la llevaba lentamente a la plataforma flotante.
Luego, mientras la balsa deslizaba por las aguas turbias, los rescatistas vigilaban — corazones latiendo con fuerza — hasta llegar al continente.
La operación tomó meses.
Cada cruce exitoso era un pequeño milagro.
Y cuando la última jirafa puso sus patas sobre tierra firme, sana y salva, alzaba su largo cuello hacia el cielo — como ofreciendo un silencioso agradecimiento por la esperanza que le habían dado.
Las nueve jirafas fueron trasladadas a un santuario de vida silvestre de 4,400 acres, donde llanuras abiertas, vegetación fresca y libertad las esperaban.
No fue solo un rescate.
Fue un mensaje — un testimonio de empatía, ingenio y del valor infinito de la vida en todas sus formas.
Como dijo uno de los rescatistas:
“Fue un momento que nunca olvidaré — cuando la primera jirafa pisó tierra y levantó su cabeza, sentí que nos estaba agradeciendo… no solo por salvarla, sino por creer que valía la pena salvarla.”
De la red

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