Estos fueron los rostros que el Dr. Samuel Witmore vio cuando por fin encontró al Clan Harlow… y entendió que su hermano ya no podía ser salvado.
En el brutal invierno de 1840, Samuel dejó Richmond y cabalgó hacia las montañas de los Apalaches en busca de Thomas, su hermano menor. Nadie lo acompañó, excepto Jacob Stern, un guía que juró nunca adentrarse demasiado en esas tierras… porque decía que allí vivía una familia que había dejado de ser familia. Que había dejado de ser gente.
El viaje tomó días. El silencio de la montaña era tan profundo que parecía observarlos. No había pájaros, ni viento, ni vida. Solo nieve rígida y árboles marcados con símbolos que Samuel jamás había visto. El 9 de febrero encontraron algo imposible: huellas de un carro reciente en un lugar donde no existía ningún asentamiento. Jacob quiso volver, pero Samuel siguió el rastro con una determinación que ya no era valentía, sino necesidad.
El sendero terminó frente a una casa que no debía existir. Era de madera, pero deformada, asimétrica, como si hubiera crecido torcida desde el suelo en lugar de haber sido construida. Samuel llamó a la puerta. Los pasos que respondieron eran arrastrados, lentos, como si a quien se acercaba le costara recordar cómo caminar. Cuando la puerta se abrió, Samuel vio por primera vez a un miembro del Clan Harlow.
No eran deformidades naturales. No eran enfermedades. Era otra cosa. Sus cráneos abultados, sus ojos hundidos y sus expresiones sin emoción parecían el resultado de generaciones aisladas, separadas del mundo, obedeciendo leyes propias y un culto que había mutado en algo inhumano. La mujer que abrió la puerta no mostró miedo, ni curiosidad. Solo lo miró como quien mira un objeto, no una persona.
Dentro de la casa, Samuel halló estantes repletos de manuscritos escritos a mano, cada uno más antiguo y más alterado que el anterior. Todos repetían los mismos símbolos tallados en los árboles, en las paredes, incluso en la piel de algunos Harlow. “El lenguaje de la obediencia”, dijo la mujer con una voz plana, vacía de emoción. Para ellos, el mundo exterior era corrupción. Y la única salvación era el aislamiento total.
Samuel preguntó por Thomas. Ella asintió con una calma inquietante. “Fue llevado al Abajo”.
El Abajo no era un sótano común. Era un juicio. Un ritual. Un lugar al que solo bajaban quienes estaban destinados a perderse para siempre.
La mujer abrió un panel oculto en la pared. Una corriente de aire helado surgió desde la oscuridad. Jacob dio un paso atrás. No entrar ahí, Samuel. Ese lugar no es para hombres. Pero Samuel ya no podía detenerse. Bajó los escalones mientras el panel se cerraba detrás de él. Era como si la casa lo tragara.
Y allí, en lo profundo, vio a los demás Harlow. Rostros fantasmales, piel marchita, ojos apagados y cráneos deformados por generaciones de consanguinidad y encierro. No hablaban. No respiraban fuerte. Solo lo observaban con la misma expresión vacía, como si el tiempo hubiera dejado de existir para ellos.
En ese momento, Samuel supo dos cosas: que su hermano había entrado allí, y que nadie que entrara al Abajo salía siendo la misma persona… si es que salía.
Los Harlow no eran monstruos por elección. Eran el resultado de un dogma que se volvió prisión, de una fe torcida por décadas de aislamiento, de una idea que dejó de ser creencia para convertirse en destino. La familia que el mundo olvidó, y que la montaña escondió para siempre, seguía allí abajo. Observando. Esperando.
Y Samuel, rodeado por esos rostros imposibles, entendió que ya no buscaba respuestas.
Buscaba sobrevivir.

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