viernes, 14 de noviembre de 2025

En el Atlántico, hay un silencio que no pertenece al océano.



 En el Atlántico, hay un silencio que no pertenece al océano.

Un silencio que nació el 29 de noviembre de 1781, cuando un barco llamado Zong decidió que 132 vidas africanas valían menos que una póliza de seguro.
Partió desde Accra, desde la costa donde los pueblos akan, ewe, ga-adangbe, yoruba y fon despedían a sus hijos sin saber que nunca regresarían.
Allí comenzó un viaje oscuro: 440 personas, encadenadas bajo la cubierta, respirando el mismo aire que los separaba de la muerte.
Cuando el Zong se extravió en el Atlántico por la incompetencia de su capitán, ocurrió lo impensable.
El agua consumida, el miedo creciente, y un cálculo macabro:
si los cautivos morían a bordo, no había compensación.
Si se “perdían en el mar”, la aseguradora pagaba.
Así nació una decisión que jamás debería haber existido.
Uno a uno, 132 africanos fueron arrojados vivos al océano.
Hombres, mujeres, niños.
Atados, impotentes, desapareciendo en un mar que no pidió convertirse en tumba.
Los gritos se apagaron demasiado rápido.
Las olas guardaron lo que la historia intentó enterrar.
Después, aún ocurrió algo más doloroso:
los propietarios reclamaron ante un tribunal británico la indemnización por “pérdida de mercancía”.
Y el sistema —lejano, frío, legal— les dio la razón.
No hubo cárcel.
No hubo castigo.
No hubo perdón.
Solo silencio.
Silencio… y memoria.
Porque en algún lugar entre Ghana y Jamaica, esas 132 vidas siguen allí.
No olvidadas.
No borradas.
Sostenidas por la corriente de quienes aún las nombran.
La historia oficial lo llamó “trata de esclavos”.
Pero el océano sabe la verdad.
Sabe que fue una masacre.
Sabe que fue un crimen contra la humanidad antes de que existiera palabra para nombrarlo.
Hoy, cuando algunos dicen que es pasado, que “hay que mirar hacia adelante”, olvidan que el tiempo no cura lo que no se mira de frente.
África no puede —no debe— ser un continente condenado al olvido.
Porque un pueblo que no recuerda lo que le arrebataron
corre el riesgo de perder lo que todavía tiene.
Cada vez que mires el mar, recuerda:
hubo quienes no tuvieron tumba
ni despedida
ni justicia.
Y la única forma de honrarlos
es asegurarnos de que nadie vuelva a decidir cuánto vale una vida.
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