El ganadero vivió solo durante muchos años, hasta que diez apaches pidieron refugio en su rancho....
Durante ocho años, su mundo se redujo al crujido del establo al amanecer, al resoplido lento de sus caballos, al silbido del viento filtrándose por las rendijas de la cabaña de madera. Comía solo, hablaba solo, dormía poco. Del hombre que había sido —marido, padre, soldado, vecino— quedaba apenas una sombra con manos callosas y ojos gastados.
Desde lejos, su rancho parecía muerto.
Nadie lo visitaba. Nadie lo llamaba. Nadie se atrevía a cruzar la cerca de postes resecos que marcaba la frontera entre sus tierras y la inmensidad de la llanura. A Tobias le gustaba así: sin preguntas, sin recuerdos, sin testigos de la culpa que seguía respirando con él cada día.
Aquella noche, la tormenta golpeaba como si el cielo quisiera arrancar la casa de raíz.
La lluvia caía con furia sobre el tejado, repiqueteando contra las contraventanas como perdigones. El viento se colaba por las rendijas con un ulular largo, cargado de polvo y electricidad. El fuego de la chimenea se esforzaba por mantenerse en pie, lanzando lenguas anaranjadas que iluminaban la mesa, la silla, el rifle sobre la repisa, las herramientas, las sombras.
Tobias se encontraba sentado junto al hogar, remendando una brida vieja con dedos lentos y precisos, cuando escuchó los golpes.
No eran golpes de vecino. No eran esos toques tímidos, midiendo distancia, que algún comerciante extraviado podría dar.
Era un martilleo urgente. Desesperado. El puño de alguien que golpea porque no le queda nada más.
Tobias se quedó inmóvil, el cuero suspendido en el aire. Frunció el ceño. Nadie venía hasta allí. Nadie desde hacía años.
El segundo golpe vino acompañado de voces. Voces de mujeres. Voces hablando una lengua que había intentado olvidar.
Apache.
El ruido de la tormenta no bastó para ahogar el latido que se le disparó en el pecho. La última vez que había oído ese idioma cerca de su puerta, el amanecer siguiente lo encontró con una pala en las manos, la tierra abierta, el mundo roto.
Su mirada subió, mecánica, hacia el rifle colgado sobre la chimenea.
Podía ignorar los golpes. Podía gritar que se fueran. Podía abrir la puerta con el arma cargada y asegurarse de que ningún fantasma del pasado traspasara su umbral.
Y, sin embargo, algo en aquella voz lo detuvo.
No era la arrogancia seca de un guerrero. No eran gritos de amenaza. Era una súplica quebrada por el viento. Era el tono de quien está listo para morir, pero antes intenta, solo una vez más, ...
Continuación en el primer comentario debajo de la foto 

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