El coronel alemán que huyó en 1945 y fue hallado 79 años después con su coche y su diario...
Berlín, 30 de abril de 1945. La ciudad respira su último aliento. El aire está cargado de humo, de ceniza y de miedo. Los soviéticos están a 300 m de la cancillería del Reich. Cada impacto de artillería sacude las entrañas de la capital como un tambor fúnebre. Los edificios se derrumban uno tras otro. Los árboles arden como antorchas negras.
El tercer Reich, aquel que debía durar 1000 años, se deshace en cuestión de horas. En un sótano cercano a la Wilhelms trase, un hombre observa el temblor del techo. Est Klaus Rter, 42 años. Uniforme gris manchado de polvo y humo con decoraciones que ya no significan nada.
12 años de servicio, dos en el frente oriental, varias heridas. Un puñado de decisiones que lo persiguen en sueños. El reloj marca las 13:45. Los informes que llegan al puesto de mando son fragmentos de desesperación. Las divisiones de defensa urbana se rinden una tras otra. Las municiones se agotan. El propio Fer en algún lugar bajo tierra prepara su salida final. Rictter lo sabe. Todos lo saben.
El fin no será glorioso ni heroico. Será polvo, silencio y vergüenza. saca de su bolsillo una fotografía. Una mujer y un niño tomados en un parque de Munich, 1938. Su esposa murió en un bombardeo el año anterior. El niño nadie le ha confirmado si vive. La guerra le robó incluso la certeza de su propia sangre.
No moriré aquí, se dice en voz baja. No por ellos, no por una bandera quemada. Bajo el estruendo decide moverse. En su despacho hay una maleta de cuero vieja reforzada dentro, un uniforme de repuesto, mapas, documentos falsos, un paquete de lingotes de oro y un revólver.
Su plan trazado meses atrás cuando la derrota se volvió inevitable. Es claro, escapar hacia Austria, hacia las montañas del Tirol donde nació. A las 14:20 sube las escaleras hacia la superficie. El aire exterior es irrespirable. Las calles están cubiertas de humo y cadáveres. Camina entre ruinas con paso firme, sin mirar a los lados. Lleva puesto un abrigo largo que oculta sus insignias.
Parece un soldado más entre miles. En algún punto, un grupo de muchachos de la Hitler Jugend intenta montar una barricada con muebles rotos. Rter los observa un instante y continúa. Ya no cree en nada. Su destino está a 2 km, un garaje subterráneo donde desde febrero guarda un Mercedes-Benz 770K. El vehículo fue confiscado a un ministro que no sobrevivió al invierno.
Blindado de carrocería negra motor de ocho cilindros. En el interior, Richer ha preparado todo. Bidones de combustible, víveres para dos semanas, su uniforme y un pequeño cofre con monedas de oro. Tarda una hora y media en llegar. En el trayecto ve escenas de locura.
Soldados desarmándose, civiles colgando sábanas blancas desde ventanas rotas, oficiales que se disparan en plena calle. Nadie presta atención a un hombre que camina decidido entre ruinas. El infierno no tiene jerarquías. A las 15:40 baja al garaje. El eco de sus pasos retumba entre columnas agrietadas. El Mercedes está allí cubierto de polvo. Pone la llave. El motor responde al segundo intento.
Un rugido grave, casi animal, que resuena en la oscuridad. Por un instante, el coronel siente una chispa de vida, como si aquel sonido fuera el pulso del mundo que se niega a morir. Arranca. Sale del garaje por una rampa colapsada esquivando restos de hormigón. El cielo de Berlín está rojo.
Tanques soviéticos avanzan por las avenidas principales, pero Richer conoce caminos secundarios. Cruza calles de ciertas avenidas convertidas en trincheras. El Mercedes se desliza entre sombras y humo. En su espejo retrovisor, la ciudad arde. No volverá a verla. Conduce hacia el oeste durante toda la tarde. A medida que se aleja, los sonidos de la batalla se atenúan. Reemplazados por un silencio que es casi peor.
Los pueblos de las afueras encuentra casas abiertas, puertas sin cerraduras, perros famélicos. La guerra ha dejado de ser un frente. Es una llaga abierta que sangra por todas partes. Cae la noche. Richter apaga los faros y conduce a la luz de la luna. A lo lejos, el horizonte parpadea con incendios.
Cada tanto, el sonido de un disparo aislado recuerda que aún hay hombres que no se rinden. A medianoche detiene el coche junto a un bosque, sale, se sienta sobre el capó caliente y respira. El aire huele a tierra húmeda. A fin del mundo. ¿Cuánto tiempo puede durar una huida? Se pregunta. Una noche, una vida. Abre su cuaderno. La primera página está en blanco.
Escribe 30 de abril de 1945. Berlín ha muerto. Yo no. Cierra el cuaderno, vuelve al volante y sigue conduciendo hacia el sur, donde las montañas esperan como un refugio o una tumba. De mayo de 1945, 0420 de la madrugada, el cielo de Berlín queda atrás, pero el fuego aún se refleja en las nubes. El Mercedes-Benz 770K avanza por caminos rurales que parecen heridas abiertas entre los campos.
Richter no ha dormido. Sus manos tiemblan sobre el volante, no por miedo, sino por el peso del silencio. Las carreteras están plagadas de sombras. Civiles que huyen, soldados que se arrastran sin rumbo, carros abandonados, ganado muerto. Un mundo que se derrumba sobre sí mismo. Cada pocos kilómetros detiene el coche, apaga el motor y escucha.
El eco de la artillería aún se oye a lo lejos, pero cada minuto es más débil. El Rik se muere y con él todo lo que alguna vez creyó que era honor. En la guantera lleva un retrato de su esposa y de su hijo. No sabe si están vivos. A veces piensa que esa duda es lo único que lo mantiene con vida. Sobreviviré por ellos. se repite.
Hasta que pueda mirar a mi hijo y decirle que su padre no fue un cobarde. Pero una voz interna seca y realista le responde, "Ya lo fuiste. Sigue conduciendo centro 5 po10 am. Llega a Potsdam. El puente Habel está destruido. Encuentra un paso alterno por un camino forestal. El Mercedes pesado y elegante. Avanza como una bestia herida entre raíces y barro.
A cada curva, el coronel escucha sus propios pensamientos más que el motor. Recuerda los pueblos polacos, las aldeas quemadas, las órdenes cumplidas sin mirar atrás. Recuerda los ojos de los prisioneros que nunca volvió a ver. Ahora esos rostros parecen seguirlo en la oscuridad del bosque. Cruza los restos de un convoy alemán destruido.
Un tanque arde proyectando sombras anaranjadas sobre la carretera. Richter se det. Observa el humo ascender como si fuera un alma escapando del cuerpo de un país. De la cabina de un camión cuelga una bandera blanca hecha con una camisa. Así termina la guerra, murmura. Sin himnos, sin victorias, solo silencio.
Sigue hacia el sur por carreteras secundarias en el asiento trasero. Lleva una caja metálica con documentos, mapas y un pequeño cofre de oro. Ese oro es su pasaporte hacia el olvido. Durante el día se oculta entre los bosques. Solo avanza de noche, pasa dos días sin ver un alma....
La historia completa está en el primer comentario 

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