jueves, 2 de octubre de 2025

Benito Pérez Galdós

 Pérez Galdós, Benito. Las Palmas de Gran Canaria, 10.V.1843 – Madrid, 4.I.1920. Novelista, renovador dramaturgo, periodista y político.



Nació en el inmueble de la calle del Cano que hoy alberga la Casa-Museo Pérez Galdós, en el seno de una familia de la clase media: el padre, Sebastián Pérez y Macías, era teniente coronel del Ejército; la madre, Dolores Galdós y Medina, hija de un vasco, secretario de la Inquisición en la isla, llevaba el timón familiar.

Benitín fue el décimo hijo. El niño se hizo muchacho mostrando afición al dibujo y a la redacción de piezas dramáticas, aunque pronto se manifestó su timidez.

Sus primeros pasos escolares, la escuela de las hermanas Mesa y la secundaria en el Colegio de San Agustín, donde Graciliano Alfonso, emigrado a América por liberal, le dio clase de Humanidades, le permitieron pasar inadvertido, pero abriendo su apetito por el saber y el arte. En los últimos años de la enseñanza secundaria se despertó con fuerza su afición al dibujo, al drama y su veta irónica. Entre sus condiscípulos, destacaba el que llegaría a ser un político importante, Fernando León y Castillo.

El conocimiento del ser humano, la principal característica de su literatura, se formaría en una permanente interrelación de reflexión propia y del gusto por observar a los demás. Este hombre alto, tímido, de ojos pequeños, largos mostachos, impenitente fumador, y con un suave acento canario, que nunca perdió, prefirió siempre actuar de testigo de la vida que de protagonista. La reserva deviene en mutismo en lo referente a su vida privada, llena de secretos, algunos de los cuales, como su relación amorosa con la condesa Emilia Pardo Bazán, se conoció medio siglo después de su muerte. Su extensa órbita familiar, la vida de sus nueve hermanos, los numerosos tíos por parte materna, varios de ellos emigrantes, vivían en el puerto de Trinidad (Cuba), o en Uruguay, le pusieron en contacto con un rico abanico de personalidades.

Siendo muchacho, conoció en Las Palmas a una señora norteamericana, Adriana Tate, viuda de un hombre mayor, Ambrosio Hurtado de Mendoza, y con quien tuvo dos hijos, Magdalena y José Hermenegildo Hurtado de Mendoza Tate, que casaría, este último, con Carmen Pérez Galdós, hermana y compañera perpetua del escritor. Un hijo de este matrimonio, José María Hurtado de Mendoza Pérez Galdós, don Pepino, futuro ingeniero agrónomo, que quedó soltero, como Galdós, fue, pasando los años, un fiel acompañante. A su vez, Adriana había tenido una relación con José María Galdós, un hermano de la madre, cuyo fruto fue una hija natural, Sisita. Benito aprendió con los Tate y una amiga, Miss Luisa Balls, el inglés, y su afición a Sisita llegó al extremo que preocupó a la madre de Galdós. El cierre de la Universidad de La Laguna por motivos políticos, única entonces en las islas, hizo aconsejable su marcha a Madrid para estudiar Derecho. El fuerte carácter de la madre marcó sin duda al joven Galdós, y una parte de la reserva puede achacarse a la severidad materna.

Llegó Galdós a Madrid en el otoño de 1862 y se matriculó en la Universidad. En las aulas entró en contacto con los institucionistas, en la persona del catedrático de Latín Alfredo Adolfo Camús, hombre elocuente, que deleitaba a sus estudiantes hablándoles de la Roma clásica. Otros profesores preferidos fueron Fernando de Castro, Canalejas y Castelar. Su asistencia a las aulas fue menos que ejemplar y decreciente.

La capital, por otro lado, le ofrecía un sinfín de oportunidades, las tertulias de los cafés, donde encontró a sus paisanos, el paraíso del Teatro Real, el vivir de cerca momentos cruciales de la historia de España, el Ateneo, donde asistió a conferencias, observar a los personajes del momento, la lectura de las novedades editoriales, las redacciones de los periódicos, donde aprendió a vivir el día a día de la política nacional.

Asistió, por ejemplo, a los disturbios de la famosa noche de San Daniel el 10 de abril de 1865, ocasionados por un intento de la reina Isabel II de autorizar la venta de una parte del patrimonio nacional, reservándose un veinticinco por ciento del precio. Emilio Castelar, a la sazón catedrático de la Universidad Central, publicó un artículo, “El rasgo”, por el que fue destituido de su cargo. El rector Montalbán se negó a cumplir la orden, y los estudiantes se manifestaron en apoyo del rector. Murieron varias personas por las cargas de la Guardia Veterana; Galdós escapó con unos linternazos recibidos en la Puerta del Sol.

También asistió el joven estudiante a la sublevación de los sargentos de Artillería del Cuartel de San Gil el 22 de junio de 1866; los cañonazos, el odio de los contendientes, así como el posterior paso de los sargentos rebeldes, llevados al patíbulo en coche, de dos en dos, camino de su fusilamiento en las tapias de la plaza de toros, le dejarían una huella imborrable.

El Ateneo Viejo, situado en la calle Montera, fue otro de sus refugios, y donde leyó, con enorme dedicación, libros y prensa. Allí vio a Francisco de Paula Martínez de la Rosa, Antonio Alcalá Galiano y Fernández de Villavicencio y Antonio de los Ríos Rosas.

Denominará en sus memorias al Ateneo la Holanda española, por ser el refugio de la libre conciencia. En las tertulias de los cafés conoció a gentes variadas, desde el crítico Manuel de la Revilla, a los escritores Amós de Escalante, Leopoldo Alas, sus amigos Adolfo Posada y Armando Palacio Valdés, y a Ventura Ruiz Aguilera, entre otros. Galdós dedicó también largas horas a pasear por las calles de Madrid. Conoció tanto al madrileño castizo, significado por su apostura chulapa, de la Puerta de Toledo, al popular, avecindado en los alrededores de la Plaza Mayor, como al pequeño comerciante o al empleado de bajo rango, del centro de la ciudad. A los últimos, los conoció íntimamente, pues vivía entre ellos, primero en la calle de Fuentes, con León y Castillo de compañero de pensión, y enseguida en el n.º 9 de la calle del Olivo, hoy Mesonero Romanos, donde habitó los siguientes seis años. Las tertulias de los cafés, el “Universal” de la Puerta del Sol, lugar de reunión de los canarios, “Fornos”, el “Iberia” o el “Suizo”, le permitieron conocer la fauna completa de la sociedad burguesa de su tiempo, desde los estudiantes a las prostitutas, comerciantes, ganaderos y políticos. Todo ello le restaba tiempo para acudir a la Universidad, pero la energía de la sociedad presente le tenía absorbido, y aunque de esta época se carezca de noticias fidedignas, su vida amorosa, una de sus fuentes de inspiración, fue seguramente muy activa. Los primeros cinco años en Madrid fueron, pues, de aprendizaje de la vida, en que la experiencia, las lecturas, y el despertar de su escritura le abrieron las puertas del futuro escritor.

El Omnibus, un periódico de Las Palmas, recoge sus primicias periodísticas, que se consolidaron con sus colaboraciones al periódico madrileño La Nación, fundado por Pascual Madoz, que le abrió sus páginas en febrero de 1865, con artículos sobre la vida cotidiana y la actualidad política y social. Allí publicó una de sus primeras piezas largas, la traducción al español de la novela de Charles Dickens, Aventuras de Pickwick (Pickwick Papers) del 9 de marzo al 8 de julio de 1868. En noviembre de 1865 comenzó a colaborar en la Revista del Movimiento Intelectual de Europa, de carácter científico, donde ofreció trabajos sobre personalidades de la cultura europea, como Thiers, Proudhon, Dumas o Hugo, que le descubrieron la pobreza de las letras patrias. La revista fue prohibida por los sucesos políticos antes mencionados.

Otras publicaciones importantes donde colaboró son la Revista de España y el periódico El Debate, de José Luis Albareda, y, curiosamente, La Guirnalda, un periódico dedicado al bello sexo, y en La Ilustración de Madrid. A partir de 1875, sus colaboraciones de prensa disminuyeron a causa del incansable ritmo que imprimió a la publicación de sus novelas.

Las fuertes impresiones vividas en los disturbios le inclinaron a regresar a Las Palmas, en el otoño de 1866, pero unos meses después estaba de vuelta en la capital. En el verano de 1867, viajó a París, para visitar la Exposición Universal. Fue el primer periplo a la capital francesa, donde se dedicó a hacer lo mismo que en Madrid, a callejear y a husmearlo todo.

Entonces, se reafirmó su gusto por la obra de Honoré de Balzac, concretamente entonces leyó la novela Eugenia Grandet. La lectura parisina de Balzac cruzada con la de Dickens le decidió a escribir novela, el género que mejor permite conjugar la representación objetiva de la realidad social con su propia perspectiva sobre los asuntos del día. Entendió que el género novela podía ofrecer al lector una visión digna del mundo y de la vida. Un subsiguiente viaje a París, en junio de 1868, con su hermano Domingo y su cuñada, ahondó ese deseo de novelar al modo realista, y continuó en la capital de la luz la redacción de su novela La fontana de oro. Cuando regresó a España, en Barcelona, estalló la Revolución de Septiembre, que en principio le entusiasmó. Se despidió de los hermanos y regresó en tren a Madrid, donde presenció la entrada del general Serrano en la Puerta del Sol y el posterior homenaje popular a Prim.

Comenzó entonces, a la altura de 1870, una etapa de trabajo incansable para Galdós, que en poco tiempo le hizo conocido. Su hermano mayor, Domingo, el que le había invitado a ir a París, murió inesperadamente en Las Palmas. Su viuda, Magdalena Hurtado de Mendoza, decidió trasladarse a Madrid, y lo hizo acompañada de su cuñada, la hermana de Benito, Carmen, su marido José Hermenegildo e hijos, muy en especial José, futuro profesor de la Escuela de Ingenieros Agrónomos, quien, pasando los años, administraría sus asuntos. Todos ellos se instalaron en un piso burgués en el nuevo barrio que levantaba José Salamanca, en la calle de Serrano, entonces n.º 8, desde donde podían seguir las obras de construcción de la Biblioteca Nacional. La publicación de un artículo, “Observaciones sobre la novela española contemporánea”, donde reseña los Proverbios ejemplares de Ventura Ruiz Aguilera, marcó un hito en su producción porque proclamaba por primera vez la necesidad de una literatura que tuviera por tema la realidad contemporánea. En la década de 1870, aparecieron dos series de Episodios nacionales, veinte tomos, y una sucesión de novelas sobre temas cruciales de la vida social. Tras La fontana de oro, situada en el reinado de Fernando VII, y una fantasía imaginativa, La sombra, en El audazDoña PerfectaGloria, Marianela La familia de León Roch, el escritor liberal empezó a levantar el mapa de la sociedad española del siglo XIX, su mejor retrato, diametralmente opuesto al ofrecido por sus predecesores en novela, el andaluz Juan Valera, su buen amigo, o el hidalgo rentista montañés José María de Pereda. Doña Perfecta, en concreto, ofrecía la cara oscura, oculta en Pepita Jiménez (1874) de Valera, la responsabilidad de los políticos conservadores y del clero del mal estado de los asuntos públicos. Durante esta década, la de 1870, Galdós alcanzó renombre nacional.

En el verano de 1871, fue por primera vez a Santander, huyendo del calor madrileño, otro de los escenarios de su vida, donde veraneó regularmente desde entonces, primero en fondas, luego en diversos pisos del muelle, hoy paseo de Pereda, y con los años se construyó una casa en el Sardinero, la conocida finca de San Quintín, en septiembre de 1902. Santander fue el lugar donde cultivó la amistad, la de sus íntimos José María de Pereda y Marcelino Menéndez Pelayo, y donde siendo ya célebre le visitaron amigos tan dispares como el torero Rafael González Madrid, Machaquito, o Pablo Iglesias, que acudió a leerle unas cuartillas que Galdós, enfermo, no podía ir a escuchar.

Cantabria reunía unas condiciones ideales, por ser un puerto de mar, con una sociedad compuesta por un reducido grupo de gentes liberales, que convivían con las predominantes fuerzas tradicionales de la sociedad española: clero y miembros de la Administración central. Poseía una indudable riqueza cultural y tenía cerca unas aguas termales; otra razón de regresar a la ciudad fue el que su hermano, el brigadier Ignacio Pérez Galdós, fue nombrado gobernador militar de Santander (1879-1881). Cuando llegó por vez primera, su nombre empezaba a sonar, por las colaboraciones en la Revista de España y en El Debate. Se sabe que Pereda acudió a conocerlo en la fonda donde se alojaba, convirtiéndose pronto en amigo y punto de contacto con Cantabria. Esta amistad resulta difícil de entender, porque el escritor cántabro era un escritor de talento, aunque un hombre de ideas políticas infantiles, diametralmente opuestas a las del canario.

A finales de verano murió su padre, y la madre, acostumbrada a ser el eje de la familia, se quedó bastante sola en Las Palmas, mientras Benito vivía arropado por Magdalena, por Carmen, su marido e hijos. En cambio, los sucesos políticos le aislaron, porque cayó el Gobierno de Amadeo de Saboya, a quien había apoyado desde El Debate; al declararse la Primera República, se eclipsaron también las posibilidades periodísticas de Galdós. Dedicó los años siguientes a un trabajo intenso, documentándose para escribir los episodios, y conoció a Ramón Mesonero Romanos, que ya era un sesentón, de quien en parte era sucesor. Galdós seguía publicando en la Revista y en La Guirnalda.

El dueño de esta última era un ingeniero tinerfeño, Miguel Honorio de la Cámara y Cruz, contertuliano del Café Universal, propietario de una imprenta que lleva el nombre de la revista. Galdós firmó con él un contrato, por el que su paisano se encargaría de imprimir y vender todo lo que Galdós produjera. El contrato se convirtió con el paso de los años en un peso terrible para Galdós. Alternando la agotadora labor de redactar varios episodios nacionales al año, comenzó a redactar novelas relacionadas con la problemática ideológica de su época. Por sugerencia de León y Castillo, escribió Doña Perfecta, que aparecería en primera versión por entregas en la Revista de España. El éxito fue inmediato y en junio salió ya en volumen, y en diciembre esta segunda edición estaba también agotada.

Quienes gustaron de las novelas de Galdós fueron los liberales, mientras que gentes del talante de Pereda, reaccionaron en contra, especialmente ante la salida al año siguiente de Gloria, donde de nuevo se planteaba un problema religioso, la posibilidad del amor entre una mujer católica y un judío.

Con estas últimas novelas, Galdós comenzó a adquirir renombre internacional. Gloria fue enseguida traducida al alemán, al inglés, al francés y al holandés.

Don Benito frecuentaba poco los lugares públicos en Madrid, porque dedicaba el día entero a trabajar, vigilado de cerca por su hermana mayor Concha, y cuidado por Carmen, que regía los destinos domésticos.

Ambas mujeres eran piadosas y conservadoras, como recuerda el doctor Gregorio Marañón. Galdós pasaba el día redactando, sin dejar de fumar puro tras puro.

Paraba a la una para comer y, tras un breve almuerzo, vuelta al trabajo. Sus hábitos personales fueron siempre frugales, no gustaba del alcohol ni de trasnochar.

Por las tardes se daba un paseo, iba a un café o a una imprenta o acudía a citas secretas con alguna mujer.

En la década de 1880 le llegó la fama, y publicó sus mejores novelas. Los hombres de letras punteros le reconocieron su valía, como Ortega y Munilla, quien puso a su disposición el suplemento literario Los Lunes de El Imparcial. Galdós redactó su primera obra maestra, La desheredada, creando un prototipo de personaje femenino, Isidora Rufete, de una hondura humana que la literatura española no había conocido desde la publicación del Quijote, de Miguel de Cervantes, y Francisco Giner de los Ríos y Leopoldo Alas, Clarín, así lo reconocieron. Lo extraordinario es que Clarín, el intelectual ovetense, que años después publicaría La Regenta (1885), reconoció el talento galdosiano en toda su extensión, que la obra resultaba tan especial que, nada más salir publicada la primera parte, la reseñó destacando el uso del monólogo interior, la representación de cómo piensan los personajes, con lo que la narrativa española daba un quiebro moderno, hacia el adentro del ser humano.

Aquí Galdós se separó y superó a sus coetáneos, por la dignidad con que abordó los principales problemas sociales e históricos de su época y por el desarrollo de nuevas técnicas narrativas para relatarlos. Se dice que La desheredada es la primera novela donde el naturalismo español triunfó; en efecto, en ella el escritor aplicó a la realidad nacional el microscopio inventado por el francés Emilio Zola. La siguiente novela, El amigo Manso, relata la vida de un profesor krausista, que pudiera reunir rasgos de Francisco Giner de los Ríos y de su propio sobrino, José; es lo que Miguel de Unamuno, años después, denominaría una nivola o novela de acción interior. Casi nadie se percató de la genialidad galdosiana, de la innovación de que un personaje naciera de una gota de tinta, excepción hecha de Leopoldo Alas y de Ortega Munilla. Esto supuso para Galdós una decepción y el que retrocediera en su progresión como narrador, volviendo en sus siguientes entregas a lo hecho en La desheredada, al naturalismo, porque ni la crítica ni el público español estaban preparados para una innovación como la que entrañaba la historia de Máximo Manso. A propósito de la protagonista femenina, una mujer en cierto sentido independiente, porque ha estudiado para institutriz, trabajo que desempeña en la obra, parece inspirada en uno de los amores del canario, Juanita Lund, una joven de padre noruego y de madre vasca, que Galdós conoció en Santander en 1876. Fuera o no uno de los amores de Galdós, el estilo sajón de la joven se refleja en la protagonista femenina de la obra.

Volvió Galdós al periodismo en 1884 con colaboraciones bimensuales en el diario La Prensa de Buenos Aires, que durarían años y le producirían pingües beneficios. Escribió entonces El doctor CentenoTormento La de Bringas; Galdós se había trasladado a un piso en la plaza de Colón. Mantenía relaciones con una modelo del estudio del pintor Emilio Sala, una mujer de apariencia popular, llamada Lorenza Cobián, natural de Bodes, un pueblo arriba de Arriondas, en el oriente asturiano. Esta relación duró bastante, pues en 1891 tuvieron una niña, su hija María, a quien conoció y atendió siempre. Al poco de iniciar la redacción de su obra maestra, Fortunata y Jacinta, inició también su andadura política. Por mediación de un admirador, José Ferreras, Galdós acudió a visitar a Práxedes Mateo Sagasta, y decidió aceptar un acta de diputado liberal, a pesar de que admitía a la dinastía borbónica, a la que él había sido hostil. Las ventajas económicas, el vivir de cerca los destinos de la nación, le llevaron a dejar de lado los escrúpulos primeros. Fue elegido diputado cunero, es decir, que no provenía del distrito por donde le eligieron, Guayama, Puerto Rico, isla que nunca visitó. En el Congreso hizo numerosas amistades; entre ellas, una que duraría años fue la de Antonio Maura.

En la primavera del 1887, Emilia Pardo Bazán pronunció unas conferencias sobre “La revolución y la novela rusa” en el Ateneo, y Galdós acudió a ellas para apoyar a la escritora naturalista, amiga y corresponsal.

Pronto fue su amante. Ese mismo verano hizo un viaje con su amigo, José Alcalá Galiano, cónsul en Newcastle, por Holanda, visitando Alemania, pasando por Estocolmo, para regresar por Inglaterra y, desde Liverpool, en vapor a Santander. Desde luego, en Alemania coincidieron con la Pardo, pues ella guardaba memoria de una noche inolvidable. Al verano siguiente hicieron un viaje a Italia, visitando Turín, Verona, Venecia, Milán, Florencia y Roma, donde seguramente coincidió también con doña Emilia. Durante 1888, simultaneó las relaciones con la Pardo y con Lorenza Cobián; de hecho, se sabe que se encontraban en un pisito de la calle de la Palma, al menos hasta 1889. En el verano de 1888, ocurrió un hecho que tuvo consecuencias importantes. Habían coincidido los amantes en la Exposición Universal de Barcelona; Galdós se marchó a los tres días, y la Pardo se quedó e hizo una excursión a Arenys de Mar con el joven, rico y apuesto José Lázaro Galdeano, con quien mantuvo una corta relación amorosa bosquejada en su novela Insolación. No ajena a esta amistad fue la participación de la condesa en la revista La España Moderna, fundada por Lázaro Galdeano, con la pretensión de sustituir a la envejecida Revista de España.

Galdós se enteró de la aventura de Arenys por una indiscreción de Narcís Oller, y se retrajo. Sus novelas La incógnita Realidad, muestras de su talento —una renovaba el género de la novela epistolar y la otra era la primera novela dialogada moderna española—, tratan el tema del engaño e indican la herida sentida por el autor. Las satisfacciones que le dieron sus sucesivos éxitos literarios se amargaron por estos disgustos personales y por el rechazo de su candidatura a la Real Academia Española. A pesar del apoyo de Valera y de Menéndez Pelayo, diversos enredos hicieron que, por ejemplo, Cánovas del Castillo votara en una ocasión a un hoy olvidado catedrático de Latín, Commelerán. Finalmente, el 13 de junio de 1889 fue elegido Galdós miembro de la Academia.

La década de 1890 fueron años de mucho viaje y de una mayor introspección en sus novelas, influidas por la novela realista rusa. Comenzó entonces una exitosa carrera como autor dramático, que le convirtió en notabilidad pública y en el autor teatral más importante de su época, a pesar de que, pocos años después y por las habituales razones, sería batido en el nombramiento para el Premio Nobel (1904), por José Echegaray. Hay varios hechos destacados en su biografía de entonces: el pleito que entabló con Cámara, su editor desde la década de 1870, que terminó en 1896 con un laudo arbitral, en el que intervino Gumersindo Azcárate, favorable porque le devolvía la propiedad de sus obras, aunque hubo de pagar una cantidad sustancial a su editor. Desdichadamente, los gastos de Galdós eran numerosos, sus viajes, las diferentes mujeres que mantenía, los gastos de casa, la construcción de San Quintín, etc. La relación con Concha Ruth Morell, una joven de familia cordobesa, a la que ayudó a conseguir papeles menores en sus obras, persona inteligente, pero inquieta, y con los nervios trastornados, inspiradora de Tristana (1902), se arrastró por años, siendo motivo permanente de preocupación, por la indiscreción de la joven.

La década de 1900 se inauguró con el éxito sonado de Electra (1901). Tras su estreno, el público lo llevó a hombros a su casa. La pieza era anticlerical, condenaba la intervención del clero en la educación de la mujer. Tanto éxito dio lugar a la fundación de la revista con el mismo nombre donde se publicaron las primeras creaciones de los miembros de la llamada Generación del 98. Esta popularidad, sobre todo en Madrid, le fue de utilidad en su segunda entrada en política, la etapa republicana, que le trajo incontables problemas. Su integridad de conciencia y moral era extraordinaria, pues nunca se dejó comprar por el poder.

Especialmente en su segunda etapa, cuando se hizo republicano, perdió la oportunidad de ser glorificado por los poderes fácticos del país. Galdós disentía del giro político dado por Alfonso XIII, y decidió, en parte, por la sintonía con Vicente Blasco Ibáñez, con Gumersindo Azcárate y con Melquíades Álvarez, intervenir en la política, lanzando un manifiesto republicano, publicado en el periódico El Liberal el 6 de abril de 1907. El 21 de mayo era elegido diputado, con muchos votos. Por esta época empezaron a manifestarse sus dificultades de la vista, disminuyó su producción, y apareció en su vida Teodosia Gandarias, una maestra, que fue el amor del otoño de su vida, con la que compartió muchos momentos, en un piso del barrio de Chamberí, en la calle de Juan de Austria.

A partir de 1913, la ceguera empezó a hacer estragos, y a pesar de diversas intervenciones de cataratas, perdió la vista casi por completo, obligándole en los últimos años a tener que valerse de la ayuda de otros.

Fue su secretario, Pablo Nougués, don Pablífero, el encargado de coger al dictado la nutrida correspondencia y los trabajos del maestro. Su ayuda de cámara y acompañante, Victoriano Moreno, fue un destacado fotógrafo, y gracias a él hay muchas imágenes del escritor. Otra persona de importante memoria en la vida de Galdós fueron su último criado, Francisco Menéndez, y el cuidador de la finca santanderina, el carabinero jubilado, Manuel Rubín González, cuyo nombre parece haber inspirado a uno de sus personajes más famosos, Maximiliano Rubín, de Fortunata y Jacinta. En San Quintín, gracias a su afición a los animales, a la música, y los trabajos de jardín, su vida se hacía más llevadera.

La ceguera, las dificultades económicas, paliadas apenas por suscripciones nacionales y banquetes de homenaje, hicieron de sus últimos años momentos muy tristes, porque además se le murieron los seres más queridos, como su hermana Carmen. Galdós falleció a causa de un ataque de uremia y el pueblo de Madrid lo despidió a lo grande, con una manifestación de dolor, que cuadra bien con uno de los grandes hombres y escritores de su historia.


Juan Sebastián Elcano

 Elcano, Juan Sebastián. Guetaria (Guipúzcoa), c. 1487 – Océano Pacífico, 6.VIII.1526. Marino español que capitaneó la nave que dio la primera vuelta al mundo.


Nació en Guetaria, pero no se ha encontrado su partida de bautismo. Un documento del Archivo de Simancas indica que tenía treinta y dos años en agosto de 1519. Se ha discutido mucho si su apellido era De El Cano, de Elcano, del Cano, etc. Firmaba frecuentemente como Joan Sebastián delcano, pero en su testamento escribió su nombre como Juan Sebastián del Cano. En los documentos oficiales se le denomina Juan Sebastián de Elcano y en la historiografía es conocido comúnmente como Juan Sebastián Elcano, denominación aquí aceptada. Elkano es un toponímico vasco cuyo significado es el de “paraje de heredades de labor”, como efectivamente lo fue una altura donde convergían los límites municipales de los pueblos guipuzcoanos de Aya, Zarauz y Guetaria. Aya dependió antiguamente de esta barriada, llamándose Aya de Elkano. En ella existieron tres caseríos: Elkano-goena, Elkano-erdicoa y Elkano-barrena, o Elcano de “arriba”, Elcano de “en medio” y Elcano de “abajo”; y la familia del gran marino procedía de este último de ellos. Fue bautizado probablemente en la iglesia de San Salvador de Guetaria, por la que sintió siempre gran cariño, ya que albergaba los restos de sus antepasados, donde seguramente le habría gustado ser enterrado, y donde pidió que se le dijeran las misas de difuntos preceptivas, según anotó en su testamento: “que me hagan mis aniversarios y exequias en la iglesia de San Salvador, según a persona de mi estado en la huesa donde están enterrados mi señor padre y mis antepasados”.

Elcano fue hijo de Domingo Sebastián de Elcano y de Catalina del Puerto. No se sabe nada del padre, que debió ser marino. En cuanto a Catalina del Puerto o de Portu, como sería su apellido original, era igualmente de Guetaria, donde existieron varios personajes que se apellidaron así, como un cura, un alcalde y un escribano, a los que han seguido otros muchos posteriormente. Catalina tuvo ocho hijos, además del que luego fuera ilustre marino: Sebastián (vivió en Guetaria y tuvo dos hijos que fueron Martín y Domingo, este último clérigo); Domingo (fue sacerdote y se le encomendaron misas en la iglesia de la Magdalena de Guetaria, de donde posiblemente era párroco), Martín Pérez de Elcano (el hermano más querido del célebre marino, que le acompañó en la segunda expedición a las Molucas y se perdió); Antón Martín de Elcano (fue igualmente en la armada de Loaysa como ayudante de piloto de la carabela Santa María del Parral), Juan Martín de Elcano, Ochoa Martín de Elcano, Sebastiana de Elcano e Inés de Elcano. Catalina del Puerto tuvo también que cuidar de María, una hija que su marido había tenido con otra mujer, fuera del matrimonio. Las hijas estaban casadas en Zarauz y Mondragón. El hecho de que gran parte de la familia hubiera estado dispuesta a acompañar a Sebastián Elcano en su viaje postrero parece indicar que no gozaba de una gran posición. Esta situación fue seguramente peor cuando los ocho hijos de Catalina eran pequeños; cabe pensar que el cabeza de familia, Domingo Sebastián, muriera joven por alguna circunstancia desconocida, y la dejara sola al frente de aquel familión, que tuvo que sacar adelante con mucho esfuerzo. Desde luego Catalina tenía buen temple, pues litigó durante veintisiete años después de la muerte de su hijo Sebastián, para poder cobrar los haberes que se le habían prometido y no pagado. Debía tener familia en Zarauz; uno de sus parientes en esta localidad fue el bachiller Gainza (se desconoce qué relación tiene con su yerno), que la ayudó a pedir al Rey el abono de lo que se adeudaba a sus cuatro hijos. La última reclamación de Catalina del Puerto a la Corona por los haberes impagados de su hijo Sebastián data de 1553 y cabe pensar que debió morir poco después. Es preciso añadir que la Corona fue bastante olvidadiza con este asunto, pues los descendientes del gran marino seguían reclamando en 1567 los dineros que se debían al ilustre marino.

El hogar donde se crió Elcano debió ser el propio de una familia de pescadores, con muchas bocas que alimentar y pocos ingresos. Guetaria vivía del mar y era un puerto de refugio de Guipúzcoa, al que solían llegar los pescadores vascos sorprendidos por las galernas del Cantábrico. La villa era una fundación antigua, posiblemente romana, y su iglesia es la más antigua de Guipúzcoa. En 1204 Alfonso VIII dio a Guetaria el fuero de San Sebastián, librando a sus habitantes de la obligación de ir a hueste o a cabalgada, otorgando asimismo derechos a sus navíos. El Fuero la amparó, junto con las otras tres villas guipuzcoanas de San Sebastián, Fuenterrabía y Motrico, de las guerras fratricidas que ensangrentaron el territorio durante la Edad Media. En Guetaria se practicó abundantemente la caza de la ballena, animal que figura en su escudo, herida por un arponazo. También se pescaba el bacalao, que se buscaba en caladeros de Terranova y de la costa del Labrador (Canadá). En cuanto al solar donde nació Elcano, estaba situado encima de un acantilado, sobre un farallón azotado por el mar. La casa existió hasta el incendio de 1836, producido cuando la villa fue asaltada por las tropas carlistas, tras un cerco prolongado.

Juan Sebastián fue seguramente pescador desde su adolescencia, empezando como grumete en las embarcaciones de labor. No se tiene ninguna descripción de su forma de vida, ni tampoco de su figura. Fernández de Navarrete anota que aparte de ser pescador, practicó seguramente “el contrabando de buques con los puertos de la vecina Francia”. No consta documentalmente, pero es bastante probable. Lo único que —se puede asegurar es que era un buen marino y vasco de una pieza. Lo primero se evidencia por el hecho de que sus compañeros le eligieran capitán de la nave que enfiló finalmente al descubrimiento de las Molucas y que completó luego la vuelta al mundo. De lo segundo, existen algunas pruebas, como su laconismo y su forma de expresarse en castellano. Elcano no adornó jamás su aventura con ropajes innecesarios. Así, por ejemplo, cuando señaló que no emprendió la redacción de su diario hasta después de morir Magallanes lo dice sin más; sin explicar por qué no lo había hecho antes, ni por qué se le ocurrió entonces. Otra afirmación no menos lacónica, a la par que contundente, la hizo en su testamento, al dejar cien ducados a una dama llamada María Hernández de Hernialde (de Ernialde), madre de su hijo Domingo de Elcano. La explicación fue tan simple y significativa como decir “por cuanto siendo moza virgen, la hube”. De su idioma castellano se tienen evidencias, tanto en su testamento, como en las declaraciones que hizo a Leguizamo, y demuestran que no era su lengua materna, pues confunde los números y los géneros, suprime o emplea mal los artículos y conjuga peor los verbos. Elcano hablaba indudablemente vasco, que era su lengua materna, y había aprendido el castellano en la escuela de la vida y, sobre todo, andando por España.

De su vida juvenil sólo se sabe que tuvo amores con la citada María Hernández de Hernialde o de Ernialde, que le dio su único hijo, Domingo. Esta María Hernialde o Hernández perteneció quizá a una familia humilde de algún caserío cercano a Guetaria, que no acogió bien las relaciones de su hija con el pescador. A base de muchos sacrificios, Elcano logró reunir algún dinero con el cual compró una nave de doscientos toneles, que le permitió mejorar de vida. Debió de ser una embarcación bastante buena, pues la puso al servicio de varias campañas militares, como las que hizo el cardenal Cisneros para conquistar Orán, Bujía y Trípoli (1509). Luego ingresó con ella en la armada que auxilió al Gran Capitán durante las guerras de Italia. Estas incursiones como armador y soldado debían haberle reportado unos buenos ingresos, pero no recibió un solo maravedí, ni por la nave, ni por sus servicios personales. Tenía veintitrés años, los bolsillos vacíos y una nave en Italia. Decidió entonces pedir prestado algún dinero a unos comerciantes de Saboya, ofreciendo su nave como garantía. Las cosas le fueron peor de lo que esperaba y no pudo devolver a tiempo el dinero a los usureros, que le exigieron entonces la entrega de la embarcación. Elcano tuvo que darla y se situó entonces fuera de la ley, ya que estaba prohibido vender embarcaciones armadas a extranjeros en tiempos de guerra. Fue un delito grave, como le indicó Carlos I el 13 de febrero de 1523, fecha en que se le perdonó: “vos, siendo maestre de una nao de doscientos toneles, nos servisteis en Levante y en África, y como no se vos pagó el salario que habíais de haber por el dicho servicio, tomásteis dineros a cambio de unos mercaderes vasallos del Duque de Saboya, y que después, por no les poder pagar, les vendisteis la dicha nao; y por cuanto por leyes y establecimientos de estos reinos vos no podíais vender la dicha nao a los susodichos, por ser extranjeros de estos reinos, en lo cual cometisteis crimen”. La pena establecida era entregar lo recibido por la nave y confiscación de la mitad de sus bienes, amén de prisión en la Corte. Elcano se vio así convertido en delincuente.

Perseguido por la justicia y sin medios de fortuna, Elcano tuvo que abandonar su villa natal de Guetaria, donde dejó su hijo Domingo. Debió deambular por varias ciudades españolas, aunque se ignoran cuáles. Posiblemente estuvo en la costa mediterránea, en Cataluña o en Valencia, entonces vinculada a las operaciones en Italia, así como en Alicante. Su peregrinación de proscrito terminó finalmente en Sevilla, donde se encontraba en 1518, cuando empezaba a organizarse la armada de Magallanes para el descubrimiento de la Especiería.

El proyecto especiero había sido formalizado por Magallanes y Faleiro mediante capitulaciones del 22 de marzo de 1518 y era ir a las islas Molucas, que se suponía estaban dentro de la jurisdicción castellana estipulada en el tratado de Tordesillas, pero descubriendo previamente un paso interoceánico que se intuía existente al sur del Río de la Plata. Se alistaron cinco naos, que fueron la Trinidad, de 120 toneles; la San Antonio, de 120; la Concepción, de 90; la Victoria, de 85; y la Santiago, de 75. Se armaron y pertrecharon con alimentos para 756 días y baratijas para rescates, y se embarcaron en ellas 265 hombres (según Pastells, Navarrete y Barros Arana) o 270 (en opinión de Medina). Todo ello costó 8.751.125 maravedís. Entre los enrolados figuraba Juan Sebastián Elcano, a quien, por las prisas o por alguna circunstancia que se desconoce (es difícil que se hiciera la vista “gorda”), se incluyó, sin tener en cuenta su carácter de proscrito, que le impedía embarcar en cualquier nave, y más aún en una real. Lo curioso es que tuvieron que valorarse sus cualidades de marino, pues fue nombrado maestre de la nao Concepción, que mandaba el capitán Gaspar de Quesada y llevaba como piloto al portugués Juan López de Carvalho.

La flota partió el 10 de agosto de 1519 del puerto de las Mulas, cerca de Triana, hizo una escala en Sanlúcar de Barrameda y se adentró en el Océano al amanecer el 20 de septiembre. Fue a Tenerife y luego a Brasil. Bajó después por la costa suramericana hasta el puerto de San Julián, donde se hizo invernada. El viaje fue protagonizado por Magallanes, como es sabido, y Elcano no hizo nada sobresaliente durante él, salvo cumplir con su deber. En San Julián participó en el motín contra Magallanes, pero sin especial relevancia, por lo que fue perdonado. Su actuación fue sumarse al grupo de descontentos que fue a exigir a Magallanes que informase a los capitanes de su derrotero y esto porque se lo pidieron Cartagena y Quesada, por ser maestre de la Concepción, como testimonió años después en Valladolid: “ello requirieron a este testigo, como maestre, Juan de Cartagena e Gaspar de Quesada, que obedeciese los mandamientos del rey, como en sus instrucciones lo mandaba. Y este testigo dijo que obedecía, e que está presto para facerle cumplir e requerir con ello al dicho Fernando de Magallanes. E que los dichos capitanes dijeron a este testigo e a toda la otra gente de la nao, que con el batel querían ir a la nao San Antonio, para prender al dicho Álvaro de Mezquita, porque no se revolviese la armada; e que con aquel requerimiento requerirían sin revuelta ninguna al dicho Fernando de Magallanes”. Parece así que fue utilizado por los amotinados, y en particular por Juan de Cartagena y Gaspar de Quesada, para que requiriera a Magallanes el cumplimiento de las instrucciones reales, en su calidad de Maese. Debía sumarse a ellos para exigirle derrota y para que tratara de seguir adelante hasta donde se pudiera, sin gastar las provisiones en las escalas. La mayoría de los marinos declararon que Elcano sólo llegó a la San Antonio cuando Quesada le mandó llamar, cosa que no parece ser exacta. Desde luego, Elcano declaró que la figura de Magallanes no era santo de su devoción, por su autoritarismo y por pretender marginar a los españoles en los mandos de la armada. Estuvo, pues, implicado en el motín, aunque no fue uno de sus protagonistas.

La armada siguió luego su singladura hasta el descubrimiento del estrecho. La Santiago naufragó en la bahía de Santa Cruz y luego la San Antonio desertó al descubrirse el paso interoceánico, mandada por Esteban Gómez, que regresó a España. Las tres naves restantes salieron al océano Pacífico el 27 de noviembre y emprendieron la travesía hasta las islas Marianas (6 de marzo de 1521) y luego hasta las Filipinas (16 de marzo). Magallanes desembarcó en Cebú y murió finalmente en Mactan el 27 de abril de 1521. Se nombró entonces el mando compartido de Juan Rodríguez Serrano y Duarte de Barbosa, y posteriormente a Juan Lopez de Carvalho, que quedó como capitán de la Trinidad, mientras que Gonzalo Gómez de Espinosa mandó la Victoria y Sebastián Elcano la Concepción. Como esta última iba mal fue necesario destruirla, quedando sólo dos naves; la Trinidad, mandada por Gómez de Espinosa, y la Victoria, mandada por Juan Sebastián Elcano. A partir de entonces, Elcano tomó un enorme protagonismo.

Las dos naves dirigidas por Gómez de Espinosa y Elcano llegaron por fin a las islas Molucas el 7 de noviembre de 1521. Allí hicieron amistad con el rey Almanzor de la isla de Tidore, cargaron las especies y se dispusieron a regresar a España. Un portugués llamado Alfonso de Lorosa les advirtió que el rey don Manuel había enviado una poderosa armada para expulsarles de las Molucas, lo que les decidió a acelerar los preparativos. Terminaron de cargar las especias, avituallaron las naves y el 18 de diciembre zarparon de Tidore, dispuestos a volver al Estrecho de Magallanes, por donde habían venido. A poco de salir advirtieron que la Trinidad no podía navegar a causa de las vías de agua. Regresaron a Tidore e intentaron arreglarlas inútilmente. Viendo que requería mucho tiempo y que el ataque portugués podría producirse en cualquier momento, los dos capitanes Elcano y Gómez de Espinosa decidieron el 20 de diciembre que la nao Trinidad se quedase allí hasta que estuviera totalmente aderezada, cuando emprendería el viaje de regreso a América, y que, entre tanto, la otra nao, la Victoria, partiera de inmediato hacia España mandada por Elcano y por la ruta portuguesa, completando la vuelta al mundo. Para evitar que cayera en manos enemigas debía realizar la travesía sin escalas, lo que era una verdadera locura. Resulta escalofriante la serenidad con que se tomó esta decisión, sin que nadie la objetara, pues jamás se había intentado semejante singladura.

Elcano aligeró su nave sacando cincuenta quintales de clavo de la carga y manifestó que quienes le acompañaran lo harían voluntariamente, quedándose el resto para embarcar en la Trinidad, cuando estuviese reparada, o en la isla, donde esperarían la llegada de otra flota española. Sólo se apuntaron cuarenta y siete hombres (más trece indios esclavos), quedando en tierra los cincuenta y nueve restantes. Eran todos los que quedaban de la gran armada. El 21 de diciembre la pequeña nao zarpaba de Tidore hacia la aventura náutica más temeraria de la historia.

La Trinidad fue arreglada durante tres meses y partió de Tidore el 6 de abril de 1522 con cincuenta y cuatro hombres y novecientos quintales de clavo. No pudo encontrar la ruta apropiada para regresar a América y regresó a las Molucas, tras infinitas penalidades, al cabo de cinco meses, y con diecisiete supervivientes, que fueron hechos prisioneros por los portugueses.

En cuanto a la Victoria, se dirigió a la isla Mare y continuó con rumbo sur por el mar de Banda hacia la isla Timor. Los vientos no eran totalmente favorables y la obligaron a realizar algunas escalas que no estaban previstas. Bajó hasta los 7 grados y medio de latitud Sur, llegando hasta las islas Damar, luego a la isla Malúa (Moa), donde carenaron un costado del navío, y finalmente a Timor (26 de enero de 1522). En esta isla se aprovisionó de alimentos, leña y agua, ya que desde allí pensaba Elcano seguir una travesía directa a España. Zarpó de Timor el 11 de febrero de 1522, dispuesto a navegar los treinta mil kilómetros que le separaban de Sevilla, y subiendo desde los 9 grados de latitud Sur hasta los 36 de latitud Norte, cubriendo la longitud existente entre los 126 y los 7 grados.

Elcano condujo la Victoria hasta las proximidades de Sumatra, frente a la península de Malaca, desde donde cruzó el ecuador. Para no encontrarse con los portugueses, dejó a su mano derecha toda la costa de la India mayor. Esto le permitió recoger durante dos meses los monzones de invierno en el hemisferio Sur, con los que cruzó el Índico. Las buenas provisiones se acabaron pronto y la comida se redujo a arroz y agua hedionda. A los calores tropicales sucedieron luego intensos fríos, que aumentaban a medida que subían en latitud para situarse a la altura del cabo de Buena Esperanza. El escorbuto apareció nuevamente y la mayoría de los marinos daban muestras de estar agotados.

La nao, además, seguía haciendo agua; muchos tripulantes suplicaron a Elcano arribar a Mozambique para pedir ayuda a los portugueses, pero Elcano se opuso en redondo y siguió hacia el sur de África, donde afrontaron el reto de poder doblar el cabo de Buena Esperanza. El frío era ya insoportable, pues nadie tenía ropa de abrigo. Tiritando y mojados, intentaron cruzarlo inútilmente, pues los vientos soplaban en direcciones contrarias. El capitán intentó probar fortuna y localizarlos desde el Este. Bajó hasta los 42 grados de latitud y los encontró, pero eran demasiado fuertes y le impedían avanzar con dirección occidental. Durante muchos días, trató de ganar longitud, arriando e izando velas y dando marchas y contramarchas, pero todo fue inútil; la Victoria era continuamente zarandeada por el mar y no conseguía enderezar un rumbo. El frío y la lluvia arreciaban y, tal como escribió Pigafetta, “tuvimos que permanecer nueve semanas enfrente de este Cabo, con las velas recogidas, a causa de los vientos del Oeste y del Noroeste, que tuvimos constantemente y que acabaron en una horrible tempestad”.

Elcano era un marino tozudo. Reunió a sus hombres y les dijo que iba a intentar doblar el cabo pegado a la costa, aunque corriendo el peligro de encontrarse con los portugueses o de estrellarse contra el litoral. Se situó a la altura del Cabo y se dirigió hacia él. El 6 de mayo de 1522, como señala Pigafetta “doblamos el terrible Cabo; pero tuvimos que aproximarnos a él una distancia de cinco leguas, sin lo cual nunca hubiéramos pasado”. Sorprende la disciplina de la tripulación, que aceptó las órdenes de su capitán sin amotinarse, pese al riesgo de la singladura.

Empezó entonces la travesía de la muerte, ascendiendo por la costa africana, ayudado primero por la corriente de Benguela, que sigue la costa occidental, y luego por los alisios. El calor era cada vez más insoportable, a medida que se aproximaban al ecuador terrestre. Fue un mes de mayo espantoso, luchando contra el hambre, la sed y las enfermedades. Murieron trece tripulantes y ocho indios. La ceremonia de echarlos por la borda al mar, deslizando los cadáveres por una tabla, se convirtió en rutinaria. Cada vez eran menos los que acudían a las despedidas fúnebres. Próximos al ecuador, Elcano ordenó alejarse de la costa para evitar las factorías lusitanas. El viaje alcanzó entonces su mayor dramatismo, pues empezó a faltar hasta el arroz. El capitán calculó que el que tenía no bastaría para alimentar la escasa tripulación hasta llegar a España. Por otra parte, la Victoria seguía haciendo agua, que era necesario achicar continuamente con el trabajo de las bombas; un esfuerzo extraordinario para unos hombres sedientos, hambrientos y exhaustos. Tomó entonces la decisión de hacer una escala en Cabo Verde, ya que era la única forma de sobrevivir y evitar que la Victoria se convirtiera en un buque fantasma, sin tripulantes.

El miércoles 9 de julio de 1522 avistaron las islas de Cabo Verde y la Victoria se dirigió hacia ellas. Elcano reunió la tripulación y expuso su plan. Iba a intentar fondear en el archipiélago portugués, y recomendó a todos guardar silencio sobre la singladura que traían.

Ninguno debía decir que procedían de las islas Molucas, sino de América. Los malayos fueron encerrados preventivamente, temiendo que fueran reconocidos.

El mismo día arribaron al puerto del Río Grande, en la isla de Santiago. Al arribar, se levantó mal tiempo, picándose la mar. Elcano tuvo miedo de que un bandazo del oleaje pudiera dañar la quilla, que estaba bastante deteriorada por el viaje, y ordenó desatracar y volver mar adentro. Pasada la tormenta, regresó hasta las proximidades del atracadero del puerto y ancló la nave. Pensó que era mejor aprovisionarse mediante una chalupa, que fondear en el mismo puerto, donde la nao sería más visible. Seleccionó los doce hombres que parecían más saludables y les ordenó bajar a tierra, como indica Gómara, por “agua, que le faltaba, y a comprar carne, pan y negros para dar a la bomba”.

Los marineros bajaron a tierra en la chalupa y se entrevistaron con el gobernador de la isla, que se creyó la historia que le contaron y ordenó suministrarles los socorros a cambio de algunas mercancías de escaso valor. La chalupa hizo dos viajes llevando a bordo agua, arroz y otros víveres, que fueron recibidos por los tripulantes como si fuera el maná divino. Les dio ánimos hasta para comprobar asombrados que su calendario no coincidía con el de los portugueses, pues habían perdido un día. Pigafetta anotó que “Para ver si nuestros diarios habían sido llevados con exactitud, hicimos preguntar en tierra que qué día de la semana era. Se nos respondió que era jueves, lo que nos sorprendió, porque según nuestros diarios sólo estábamos a miércoles, y a mí, sobre todo, porque habiendo estado bien de salud para llevar mi diario, marcaba sin interrupción los días de la semana y los del mes. Después supimos que no hubo error en nuestro cálculo, porque navegando siempre hacia el oeste, siguiendo el curso del sol, y habiendo regresado al mismo punto, debíamos ganar veinticuatro horas sobre los que permanecían en el mismo sitio”. Era la primera vez que se comprobaba experimentalmente tal fenómeno, anotado teóricamente en el siglo xiv por el geógrafo árabe Abulfeda. En cualquier caso, habían navegado sin tocar tierra desde el 11 de febrero, cuando salieron de Timor, hasta el 9 de julio, cuando arribaron a Santiago; cinco meses ininterrumpidos.

Los españoles pagaron los bastimentos de dos primeros viajes de la chalupa con los remanentes de las mercancías que les quedaban, pero necesitaban comprar unos esclavos para darle a la bomba de achique, así como carne y pan, que no veían hacía mucho tiempo, por lo que pidieron a los portugueses permiso para pagarlos con el clavo que llevaban a bordo, pues no tenían nada más que ofrecer a cambio. Se cargaron tres quintales de clavo en la chalupa y regresó al puerto, pero esta vez el tipo de producto que ofrecieron los españoles para el intercambio despertó las sospechas de los portugueses. El gobernador portugués comprendió el engaño de que había sido objeto y ordenó capturar la chalupa y sus doce marineros. Los tripulantes de la nao se percibieron de todo desde la cubierta del buque, así como del movimiento de algunas carabelas portuguesas que trataban de acercarse sospechosamente a la Victoria. Juan Sebastián Elcano tomó su decisión rápidamente. Mandó cortar el cable del ancla y soltar el trapo. La nao abandonó Santiago a toda vela, dejando en tierra a sus doce compañeros. Era el 15 de julio de 1522.

La travesía hasta España la hizo en unas condiciones pésimas, tardando veintiocho días en llegar. Finalmente, alcanzaron Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522. A bordo de la Victoria venían dieciocho hombres cadavéricos, que no podían ni bajar a tierra. Hacía más de siete meses desde que la nao Victoria zarpara de Tidore, que era en definitiva lo que se tardaba en dar media vuelta al mundo.

Juan Sebastián Elcano redactó una breve nota de su llegada y se la envió al Emperador. Parecía un parte de guerra, pues estaba hecha con su estilo lacónico, alejado de todo tipo de calificativos, pues decía únicamente: “Dígnese saber V. M. que hemos regresado dieciocho hombres con uno sólo de los barcos que V. M. envió bajo el mando del capitán general Hernando de Magallanes, de gloriosa memoria. Sepa V. M. que hemos encontrado alcanfor, canela y perlas.

Que ella se digne estimar en su valor el hecho de que hemos dado toda la vuelta al mundo, que partidos por el oeste, hemos vuelto por el este”. La Victoria no podía remontar el Guadalquivir por sí sola y tuvo que ser remolcada hasta Sevilla. Elcano permaneció en la nao hasta el final, como era su obligación de capitán.

No tenía que dar ninguna orden, pues la nao no navegaba, sino que era remontada río arriba. Atracó en Sevilla el 8 de septiembre. Era el mismo puerto del que había salido, tras haber recorrido 46.270 millas marinas (85.700 kilómetros) por todos los mares del mundo y a lo largo de 1.084 días interminables.

Fernández de Oviedo manifestó su asombro por esta proeza y escribió “El cual (Elcano) e los que con él vinieron me parece a mí que son de más eterna memoria dignos de aquellos argonautas que con Jasón navegaron a la isla de Colcos en demanda del vellocino de oro”, añadiendo, tras otras consideraciones, que de tal aventura “en la verdad, que no se sabe, ni esta escrita, ni vista otra su semejante, ni tan famosa en el mundo”.

El recibimiento fue entusiástico y de índole popular, especialmente cuando los marineros cumplieron su promesa de ir descalzos con velas a la iglesia trianera de Nuestra Señora de la Victoria. El Emperador ordenó a Elcano que fuera a verle a Valladolid con dos de sus compañeros, lo que cumplió el marino fielmente. Carlos V fue generoso en sus recompensas. Cedió su quinto real o el 20 por ciento del valor de la mercancía traída para los marineros (incluidos los prisioneros de Cabo Verde) y nombró caballero a Elcano, otorgándole un escudo que rememoraba su hazaña: estaba dividido en dos cuarteles; en el superior habría un castillo sobre campo rojo; en el inferior dos palos de canela, tres nueces moscadas en aspa y dos clavos de especie, representados sobre campo dorado. Como cimera, un yelmo cerrado sobre un globo terráqueo con la leyenda “Primus circumdediste me”. Luego, por cédula de 23 de enero de 1523, le otorgó la merced de quinientos ducados de oro anuales y vitaliciamente sobre los fondos de la Casa de la Contratación de La Coruña, que acababa de crearse.

Elcano gozó entonces de tres años de tranquilidad bien merecida. Los pasó en la Corte vallisoletana y tuvo amores con María Vidaurreta, con quien tuvo una hija (a la que dejó una manda de cuarenta ducados en su testamento). Asistió a las juntas de Elvas y Badajoz y finalmente pidió permiso para enrolarse en la nueva expedición que se enviaba al Maluco, la de frey García Jofre de Loaysa, en la que fue como lugarteniente y piloto mayor, embarcado en la nao Sancti Spiritus.

La nueva armada para la Especiería, la de Loaysa, zarpó de La Coruña el 24 de julio de 1525 con seis naos y afrontó toda clase de desdichas. Se despistaron dos naves antes de llegar al estrecho; confundieron la entrada de éste; perdieron la nao Sancti Spiritus en una tormenta, y desertó la San Gabriel. Cruzó finalmente el estrecho el 26 de mayo de 1526 e inició la travesía por el océano Pacífico. Una tormenta dispersó las naves el 2 de junio y quedó una sola, la Victoria. La nao continuó su singladura a las Molucas en unas condiciones pésimas. La quilla tenía varios codastres rotos y la tripulación sufría los estragos del escorbuto. Murieron el contador Alonso de Tejada, el piloto Antonio Bermejo, y otros treinta y dos tripulantes. Finalmente falleció el propio general Loaysa el 30 de julio. Elcano asumió su mando, pero por poco tiempo, pues falleció, posiblemente de escorbuto, el 6 de agosto de 1526. Antes de morir, hizo testamento nombrando heredero de sus bienes a su hijo Domingo del Cano, y disponiendo que, si éste muriera sin herederos, todo pasara a su hija. Como usufructuaria de sus bienes, nombró a su madre Catalina del Puerto. El 7 de agosto se celebró la ceremonia de arrojar al agua el cuerpo del marino fallecido. El cadáver de Elcano fue envuelto en un sudario y sujeto a una tabla con cuerdas. Después fue colocado en la cubierta de la nave, mientras la marinería apesadumbrada rezaba los “pater noster” y las “ave marías” de rigor. Una vez finalizadas, se amarró un peso al sudario y el nuevo capitán general de la Armada, Alonso de Salazar, hizo una señal con la cabeza. Cuatro marineros apoyaron la tabla sobre la borda y la inclinaron hasta que el peso del cadáver inició por sí mismo su andadura hacia la mar. No hubo músicas, ni banderas, ni galas, ni nada. Así había despedido Elcano al capitán general frey García Jofre de Loaysa, y así le despidieron a él. Tal como escribió Oviedo “le hicieron las mismas obsequias y le dieron la misma sepultura que se le dio al comendador, y le echaron al mar”.