domingo, 7 de septiembre de 2025

Subrahmanyan Chandrasekhar

 



En 1930, un estudiante de física de la Universidad de Madrás llamado Subrahmanyan Chandrasekhar emprendió un viaje en barco hacia Inglaterra. Tenía apenas 20 años, una beca ganada gracias a dos artículos científicos, y muchas horas de soledad.

El racismo de los pasajeros británicos, que impedían a sus hijos jugar con él, lo confinó en cubierta, con nada más que papel, lápiz y su mente inquieta. Allí, leyendo a Bohr, Heisenberg y Schrödinger, empezó a calcular el destino final de las estrellas.
Descubrió que las enanas blancas, los núcleos agotados de las estrellas, solo podían ser estables si su masa era menor a 1,44 veces la del Sol. Por encima de ese límite —hoy conocido como el límite de Chandrasekhar—, ninguna fuerza podía frenar el colapso. La estrella se hundiría en sí misma, hasta formar lo que hoy llamamos agujeros negros.
Su idea fue ridiculizada en Cambridge. Ralph Fowler, su supervisor, no le dio importancia. Y Arthur Eddington, la mayor autoridad de la época, lo atacó públicamente. Pero Chandrasekhar persistió y publicó su trabajo en 1931. Décadas más tarde, el universo confirmó sus cálculos.
En 1983 recibió el Premio Nobel de Física, no solo por su investigación sobre agujeros negros, sino también por aquel cálculo hecho en soledad, en un barco rumbo a Inglaterra, con la brisa del Mar Arábigo y la discriminación como compañía.
Ese joven de piel oscura, rechazado en cubierta, había previsto uno de los misterios más profundos del cosmos: que incluso las estrellas, gigantes y brillantes, están condenadas a morir... y algunas, a desaparecer en un colapso sin fin.
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